por Pablo Martínez | Ene 5, 2022 | Editorial |
El 30 de noviembre de 2021, se publicó la ley de reformas al sistema de justicia para enfrentar la situación luego del estado de excepción constitucional que originó la pandemia del Coronavirus en nuestro país.
El mundo académico y profesional estuvo siempre cerca del proyecto desde que aparecieron los boletines 13752-07 y 13651-07. Era ambicioso, abordaba reformas al Código Orgánico de Tribunales, civil, penal, laboral, familia, de policía local y a las normas sobre tramitación electrónica. Venía a recoger importantes reformas vociferadas hasta el agotamiento por el foro y por la academia, como la insufrible y anacrónica institución de las tachas de testigos en el proceso civil (esta era la oportunidad de derogarlas de una vez, pero bueno).
Sin embargo, se fue filtrando en un embudo de intervenciones e indicaciones que arrojó un resultado final sin duda positivo en algunos aspectos, pero que deja un sabor amargo en otros.
Un ejemplo claro, es que el proyecto incorporaba salidas alternativas al proceso civil mediante la institución de la mediación civil, reforzando las posibilidades de autocomposición de las partes. Sin embargo, el texto definitivo quitó esta propuesta y dejó un huérfano Art. 3 bis incorporado al Código de Procedimiento Civil, que es una mera disposición programática.
El o la juez del caso concreto, los funcionarios y los y las abogadas debemos promover la búsqueda de salidas colaborativas. No hay ninguna consecuencia en caso de que no lo hagamos, para ninguno de los sujetos a quienes va dirigida esta dirección orientativa. No alcanza ni para los más fanáticos del principialismo porque tampoco hay alguna incorporación de instituciones vinculadas a él. Pareciera que el legislador quitó toda la propuesta autocompositiva y olvidó simplemente quitar esta nueva norma.
No me voy a referir al régimen de audiencias remoto porque, llevamos dos años conviviendo, leyendo y asistiendo a cuanto seminario se hizo en torno a las audiencias virtuales. En general ha funcionado, le ha dado operatividad al sistema de justicia, nos hemos ido acostumbrando y llegó para quedarse, no hay nada que hacer. Es la consolidación legal de prácticamente la mayoría de los autos acordados (actas) que dictaron la Corte Suprema y las Cortes de Apelaciones durante el estado de excepción constitucional.
Si creo que merece comentario, el nuevo artículo 435 del Código de Procedimiento Civil a propósito de la vieja y querida citación a confesar deuda y reconocimiento de firma.
Hasta antes del 30 de noviembre del año 2021, la norma estaba dirigida (textualmente) a quienes carecían de título y con ese objeto, podían invocar la más completa de las pruebas para evitar un proceso de cognición: la confesión judicial. Esto, en la práctica, trajo como consecuencia en muchos casos, la mala utilización de esta norma para principalmente revivir títulos caducados, lo que fue desprestigiando la diligencia.
Sin duda, las ejecuciones masivas del crédito ofertado irresponsablemente, contribuyó profusamente a enfermar el sistema.
La nueva normativa, prevé la posibilidad de instar por estas diligencias, pero impone ahora, la exigencia legal de cumplir, en etapa de preparación, con todos y cada uno de los requisitos que clásicamente hemos estudiado para la estimación de una pretensión ejecutiva:
“La obligación deberá consistir en una cantidad de dinero líquida o liquidable mediante una simple operación aritmética, encontrarse vencida, ser actualmente exigible y constar en un antecedente escrito. A su vez, la acción no podrá estar prescrita.
El juez, de oficio, no dará curso a la solicitud, cuando no concurran los requisitos previstos en el inciso segundo.
La cuestión, no tiene mucho sentido, si pensamos en que los procesos de ejecución reformados, como el laboral o de familia, está particularmente reforzada la necesidad de efectivización del crédito, incluso incorporando potestades oficiosas para el inicio de esta etapa judicial.
Además, no se adaptó esta norma tampoco a las potestades del Art. 441 y 442 del Código que ya entregan un control en la etapa de juicio propiamente tal. Luego, si se prepara la ejecución por esta vía, habrá que pasar por dos controles oficiales, el de la preparación y el del juicio propiamente tal. El peso de la confesión judicial deja de ser tal y prima el antecedente documental.
Hubiese bastado entonces simplemente con mantener el reconocimiento de firma, pues lo que manda ahora es la necesidad de un antecedente instrumental que otorgue certeza suficiente de una deuda.
La conducta del citado/a también queda drásticamente aminorada como técnica, en pro de la prueba documental, porque ahora existe la posibilidad de justificar la inasistencia (sin que nos diga la norma las hipótesis que éste incluiría) para evitar que la conducta negligente del citado provoque una confesión ficta. Al menos debiéramos esperar, para evitar más ineficiencia, que el control oficial no genere un contradictorio (un traslado) pues, es el citado quien debe aportar los hechos y las probanzas que den cuenta de su causal de justificación y no al revés. Luego, la norma del Art. 89 del Código de Procedimiento Civil, constando ya los hechos en el proceso, otorga la solución al juez/a para fallar de plano, evitando el exceso de incidentes y en definitiva más ineficiencia. La resolución es recurrible, de modo que no hay pérdida de oportunidades para nadie.
En resumidas cuentas, entiendo cabalmente la idea de la norma, pero es necesario hacer presente, que es contraria en relación al resto de las reformas procesales sobre ejecución. Solo se entiende mirando factores exógenos como la irresponsabilidad empresarial en la oferta del crédito, las ejecuciones masivas y el sobreendeudamiento. Sin embargo, este tipo de cuestiones requiere de reformas materiales no procesales. Desde el punto de vista de la técnica procesal, la confesión judicial y la conducta de las partes pierden parte importante de su relevancia práctica y seguiremos girando en torno a lo que diga o soporte el papel, o más bien a lo que diga el pdf.
por Valeska Fuentealba Sepúlveda | Dic 23, 2021 | Editorial |
Se ha planteado por parte de la doctrina que existe un conflicto entre la protección de datos personales y el acceso a la información pública, en tanto no hay un límite claro entre lo que resulta ser ámbito o información pública y lo que resulta ser privado[1]. La problemática debiese tener importancia para el proceso, en tanto el mismo se rige por el principio de publicidad (Art. 9 de la Constitución Política de la República y del Código Orgánico de Tribunales), el que se consagra, incluso, a nivel de garantía (“al juicio oral”, Art. 8.5 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y Art. 1 del Código Procesal Penal). Lo anterior permite que la sociedad pueda confiar en sus órganos jurisdiccionales, al tiempo que los controla.
En efecto, el sostener que las actuaciones judiciales deben ser públicas permite sujetarlas a diversos controles, ya sea que emanen de los órganos jurisdiccionales, de las personas involucradas en un pleito o, de manera indirecta, de la comunidad. Esto, “por las graves consecuencias que pueden derivar de una sentencia judicial, especialmente en el ámbito penal”[2]. En ese sentido, la publicidad “beneficia” a los jueces, a los justiciables y a la comunidad toda.
Ahora, aun cuando pareciera resultar valioso el contar con la mayor publicidad posible de modo de cumplir con los propósitos indicados, debe tenerse presente que la publicidad del proceso no es un fin en sí mismo, sino que es instrumental, en tanto facilita que los justiciables –partes o intervinientes– puedan ejercer o resguardar algunas de las garantías que el legislador les reconoce. Muestra de aquello son las atenuaciones o limitaciones existentes a este principio, reconocidas por el legislador en normas procesales (por ejemplo, artículo 289 del Código Procesal Penal que, para proteger la intimidad, honor o seguridad de cualquier persona que deba ser parte del juicio, o para evitar la divulgación de un secreto legalmente protegido, permite morigerar la publicidad del juicio oral).
Pero lo cierto es que, además de las limitaciones particulares que hace el legislador en normas procesales, en nuestro ordenamiento encontramos una ley que debiese tener importancia para la delimitación del principio de publicidad: me refiero a la ley N° 19.628, que Protege la Vida Privada.
Dicha norma, vigente entre nosotros desde el año 1999, tiene por objeto la protección de datos personales, entendidos como “los relativos a cualquier información concerniente a personas naturales, identificadas o identificables” (art. 2 letra f) de la ley); otorgando un estatuto jurídico especial a los datos personales que son, a su vez, considerados como datos sensibles (“aquellos datos personales que se refieren a las características físicas o morales de las personas o a hechos o circunstancias de su vida privada o intimidad, tales como los hábitos personales, el origen racial, las ideologías y opiniones políticas, las creencias o convicciones religiosas, los estados de salud físicos o psíquicos y la vida sexual”, art. 2 letra g) de la ley).
Información como el nombre, rut, dirección, lugar de trabajo, patrimonio, estado civil, sexo o género de una persona pueden, entonces, ser considerados datos personales, los que pueden ser tratados (recolectados, almacenados, interconectados) solo en observancia a dicha ley y, según señala el art. 4, siempre que la persona titular del dato autorice su tratamiento, previa información sobre la finalidad del almacenamiento “y su posible comunicación al público”.
La importancia del tratamiento de un dato personal y, sobre todo, si aquel es un dato sensible, puede verse constatada, entre otros ámbitos, a la luz de la institución de los “juicios paralelos”, entendida como la divulgación de segmentos o etapas de un juicio o de la totalidad de éste a través de medios de comunicación o redes sociales[3], lo que se justificaría –a juicio de algunos–[4] en el derecho a ser informado que tiene la sociedad.
Si bien se puede discutir si efectivamente esto contribuye a “consolidar la confianza pública en la administración de justicia”[5], no debe perderse de vista que la publicidad del proceso, como ya se dijo, es instrumental, por lo que –sobre todo pensando en la protección de los derechos del imputado–no es factible que, so pretexto de resguardar la publicidad y satisfacer el interés del público– se vulneren garantías de los justiciables. Lo cierto es que la forma en que el Poder Judicial almacena y trata los datos que obtiene en el ejercicio de la función jurisdiccional ha provocado que estos, en algunos casos, se infrinjan[6].
Si bien se hace necesario que los órganos jurisdiccionales cuenten con un adecuado sistema de tratamiento de datos, uno puede reflexionar sobre si estos deben estar disponibles para el público, so pretexto de la pretendida posibilidad de fiscalización. En ese sentido, parece preocupante que, en el Acta N° 85-2019, la Corte Suprema haya establecido que el Poder Judicial pone a disposición del público un sistema de búsqueda que garantice el pleno acceso de todas las personas a la carpeta electrónica en condiciones de igualdad, a sabiendas que aquello puede provocar perjuicios en los sujetos involucrados en un proceso, pero, además, contradiciendo una norma de rango legal como es la Ley N° 19.628.
Los llamados “datos judiciales” pueden ser subsumidos dentro de la categoría de “dato sensible” que da nuestro legislador, lo que puede implicar dejar en una situación de vulnerabilidad a las partes de un pleito[7], sobre todo cuando quien detenta la información es la sociedad (a través de un medio de comunicación), la que puede tomar decisiones arbitrarias o discriminatorias respecto a, sobre todo, el imputado, mermando –en ese caso– su derecho a presunción de inocencia y su derecho a la privacidad.
Al estar empleando el Estado datos personales de los justiciables, pareciera resultar necesario que se limite la difusión de los mismos a la luz del principio de finalidad que menciona la ley, pudiendo atenuar la publicidad absoluta de datos personales obtenidos en el ejercicio de la función jurisdiccional[8].
En ese sentido, la razón por la cual se obtuvieron los datos fue para la resolución del conflicto jurídico-penal, siendo necesario que estos sean manejados por el órgano jurisdiccional y los involucrados en el proceso, mas no por terceros, pudiendo lograrse los cometidos señalados por la doctrina (en particular, permitir la fiscalización de la función social que significa el ejercicio de la jurisdicción) a través de la entrega de información de la resolución del conflicto y de datos del proceso que no permitan vincularlo a los intervinientes, tal como se hace en países europeos a través de la “anonimización” de las causas.
[1] Guerrero, Beatriz (2020). «Protección de datos personales en el Poder Judicial: una nueva mirada al principio de publicidad de las actuaciones judiciales». Revista Chilena de Derecho y Tecnología, 9 (2): p. 33.
[2] Leturia, Francisco (2018). «La publicidad procesal y el derecho a la información frente a asuntos judiciales. Análisis general realizado desde la doctrina y jurisprudencia española». Revista Chilena de Derecho, 45 (3): p. 659.
[3] Larroucau, Jorge (2020). Judicatura. Santiago: Der Ediciones, p. 57.
[4] Droguett, Carmen y Nathalie Walker (2020). «El derecho a ser informado sobre asuntos de interés público: defensa de los juicios paralelos en Chile. Problemas y soluciones». Revista Chilena de Derecho, 47 (1): p. 30.
[5] Navarro, Roberto (2018). Derecho Procesal Penal Chileno I. Santiago: Ediciones Jurídicas de Santiago, p. 447.
[6] Bustos, Sandra (2018). «Tratamiento de datos personales en el Poder Judicial de Chile: ¿El Gran Hermano jurisdiccional?». Revista Chilena de Derecho y Tecnología, 7 (2): p. 36.
[7] Guerrero (2020: 37); Leturia (2018: 653).
[8] Guerrero (2020: 43).
por Oscar Silva Alvarez | Nov 30, 2021 | Editorial |
El título ejecutivo, como piedra angular de la acción ejecutiva, presenta una serie de características que, en general, permiten identificar en él una obligación indubitada. Una de dichas características consiste en la tipología legal. En efecto, es el legislador el único habilitado para crear títulos ejecutivos, lo que ha sido entendido, tradicionalmente, como una garantía de la fiabilidad del documento respectivo, en cuanto continente de la obligación. Sobre el particular, desde antiguo tiempo la jurisprudencia ha resumido bien la relevancia de este concepto: “El título ejecutivo presenta una naturaleza análoga a la de una prueba privilegiada en términos tales que el acreedor dotado de él goza de la garantía jurisdiccional de solicitar el embargo de bienes suficientes del deudor y todo el peso de la prueba recae sobre éste, quien debe desvanecer la presunción de autenticidad y de veracidad que el título supone, de donde fácil es concluir que si el ejecutado no rinde probanza alguna en apoyo de sus pretensiones, sus excepciones no pueden prosperar y ellas deben ser rechazadas«[1].
A su turno, la obligación contenida en el título, naturalmente, siempre ha tenido en consideración la intervención de la voluntad del deudor, quien la manifiesta en orden a asumir la obligación en el mismo documento. Hidalgo Muñoz lo insinúa -sin mayor desarrollo, por la obviedad de esta característica- cuando enseña que, uno de los elementos del título ejecutivo consiste en que: “…debe contener el reconocimiento o declaración de un derecho y su correlativa obligación”[2], así como también cuando clasifica los títulos, de acuerdo con el número de voluntades que intervienen en su generación, en unilaterales y bilaterales, pero siempre concurriendo, al menos, la voluntad del obligado[3].
Profundizando sobre las exigencias de los títulos ejecutivos, Meneses Pachecho observa, acertadamente, que, tratándose de aquellos extrajudiciales, estos siempre deberían ser siempre públicos y, además, en su confección, autorización o certificación debería intervenir un ministro de fe pública[4].
No obstante, nuestra legislación contempla algunos títulos en los que no se cumple ninguno de los requisitos doctrinales antes indicados, como ocurre, por ejemplo, con los avisos de cobro de gastos comunes, según lo prescrito en el art. 27 de la ley 19.537; o bien se trata de títulos en que se cumple solo con la intervención de un ministro de fe, pero no con la voluntad del obligado, como ocurre con el certificado del secretario municipal, contemplado en el art. 47 de la Ley de Rentas Municipales.
Los ejemplos antes mencionados obedecen a distintos motivos de política legislativa, pero, lo claro, es que se trata de supuestos en que se produce un importante grado de desviación en relación con el modelo natural de título ejecutivo. La interrogante, entonces, es si ello resulta aceptable desde la perspectiva de la protección de los derechos del ejecutado.
En el caso del certificado del secretario municipal, se trata de un documento que da cuenta de una deuda por concepto de patentes, derechos y tasas municipales, siendo concebido, desde su emisión, como un título perfecto. En las últimas dos décadas se intensificaron significativamente las ejecuciones basadas en este título, sobre todo en relación con los cobros de patentes municipales a las sociedades de inversión.
La jurisprudencia evolucionó desde un criterio relativamente estricto con el control del título en comento -hasta la primera década de este siglo-, a uno deferente y poco exigente con los requisitos que debe cumplir el certificado. Ello coincide con el aumento considerable de la litigación por cobro ejecutivo de patentes municipales en el caso de las sociedades de inversión. Así, por ejemplo, el máximo tribunal sostuvo, inicialmente, que: “Cuando el legislador crea el título ejecutivo que indica el artículo 47 de la Ley de Rentas Municipales, establece tres requisitos: que se trate de un certificado, que suscriba el Secretario Municipal y, que acredite una deuda por patentes, derechos y tasas municipales; en consecuencia, los jueces del fondo no incurren en el error de derecho cuando afirman que el requisito de acreditar una deuda importa que tal documento no sólo debe mencionar una supuesta cantidad de dinero adeudada en términos genéricos, sino que, tratándose de derechos municipales tendrá que constar su origen, el período que se cobra y los antecedentes necesarios que permitan concluir la suma que el documento afirma como debida”[5].
Sin embargo, la tendencia se invirtió y, una sentencia relativamente reciente, lo confirma en los siguientes términos, a propósito de la excepción del art. 464 nº 7 del CPC: “El recurrente arguye que los sentenciadores incurren en error de derecho al desconocer que el título ejecutivo, o sea, el certificado del Secretario Municipal, no tiene fuerza ejecutiva porque no acredita la deuda, equivocación que, sin embargo, no se configura, merced a que el título hecho valer por la demandante acata los requerimientos específicos previstos en la ley, sin que sean reclamables otras menciones que aquellas pormenorizadas en el artículo 47 del Decreto Ley N° 3.063, regla especial que determina los únicos presupuestos que el certificado en comento debe reunir. Luego, el certificado que hace las veces de título encierra una obligación clara, expresa e inteligible, de suerte que es el instrumento idóneo para el cobro de la patente cuyo pago sigue pendiente”[6].
Algo más exigente han sido los tribunales con el aviso de cobro de gastos comunes. En una ocasión, se estableció el siguiente criterio: “A priori, podría pensarse que basta la copia del acta de la asamblea válidamente celebrada en que se acuerden los gastos comunes o los recibos que den cuenta de éstos, firmados por el administrador, para que se configure el título ejecutivo; sin embargo, la acción debe fundarse en un título que tenga merito ejecutivo, vale decir, en un documento que da cuenta de un derecho indubitado, al cual la ley le otorga mérito suficiente para que se pueda exigir el cumplimiento forzado de la obligación que en él se contiene y, al respecto, tal como lo advierte el juez de la causa, el monto de lo debido no aparece claramente determinado”[7].
Los problemas principales derivados de esta clase de títulos, a mi juicio, dicen relación, al menos, con dos aspectos. En primer lugar, con la sujeción de un título ejecutivo a un mismo sistema de control jurisdiccional in limine, el cual no considera la distinción entre aquellos títulos que incluyen la voluntad del obligado y los que no, cuando sería aconsejable un control más riguroso en la segunda categoría.
Por otra parte, se encuentra una tendencia en la jurisprudencia que, aunque no podemos calificar de generalizada, le asigna al título un valor inmaculado, que abarca no solo los requisitos del documento en cuanto continente, sino que lo extiende al contenido propiamente tal, generando las condiciones para un abuso de parte del ejecutante.
Vale la pena, entonces, pensar en un ensanchamiento de las vías de control y de impugnación de un título en que no interviene la voluntad del deudor, de modo de no desnaturalizar el sistema de protección del crédito en sede ejecutiva.
[1] ICA Concepción, 14 de julio de 1967. RDJ., t. 64, sec. 2ª, pág. 34.
[2] Hidalgo Muñoz, Carlos, El juicio ejecutivo. Doctrina y jurisprudencia (Santiago, 2018), p. 18.
[3] Ibíd., p. 23.
[4] Meneses Pacheco, Claudio, El título ejecutivo extrajudicial en el proceso civil, en Estudios sobre el proceso civil chileno (Valparaíso, 2017), p. 266.
[5] ECS, 10 de octubre de 2006, rol: 4751-2004. Mismo criterio en sentencia de 05 de julio de 2007, rol 6362-2005.
[6] ECS, 30 de mayo de 2018, rol 34.367-2017. Mismo criterio en fallo de 2 de febrero de 2017, causa rol 41022-2016. En contra, pero a nivel inferior, ICA Valdivia, 3 de marzo de 2008, rol 858-2007.
[7] ICA Valdivia, 2 de julio de 2020, rol 199-2020.
por Luis Patricio Ríos Muñoz | Nov 9, 2021 | Editorial |
(REFLEXIONES EN TORNO AL PROCESO Y LA INTELIGENCIA ARTIFICIAL, Y DE CÓMO ÉSTA SE HA IDO INSTALANDO POCO A POCO EN NUESTRO DIARIO QUEHACER)
Recuerdo casi como si fuera ayer (aunque han pasado ya dos pares de lustros), cuando nuestro profesor de Derecho Procesal se afanaba en explicar de la manera más clarificadora que le era posible, en qué consistía la “Distribución de Causas”, sin mucho éxito en la audiencia, pues era de aquellas cosas que “había que ver, para entender”; por fortuna para mí, era algo que ya había visto y entendido desde segundo año de la carrera. Para mis compañeros, que jamás habían puesto un pie en los juzgados como yo, resultaba difícil imaginar la presentación de un sinnúmero de demandas ante la Corte de Apelaciones respectiva, sobre las cuales luego un funcionario, en forma casi automática, iba estampando un timbre y pasaba al oficial de más alto rango, quien iba numerando esas demandas y anotándolas en un libro de grandes dimensiones: “1º, 2º, 3º”, volviendo luego a repetir la serie numérica, que correspondía al juzgado de letras al que dicha demanda sería entregada para su conocimiento y tramitación.
Lo que no recuerdo con claridad, es cuándo ese método manual o humano, de distribución de causas, fue sustituido por un algoritmo. Fue imperceptible para los usuarios que trabajábamos litigando, tal vez los que estaban detrás del mesón lo tengan más claro en sus recuerdos. Algo similar ocurrió con la búsqueda de jurisprudencia, donde pasamos de revisar los índices de la “Gaceta Jurídica” impresa, a teclear palabras clave frente al ordenador, en un motor de búsqueda de una de las tantas plataformas que hoy ofrece el servicio. El punto es que, hoy en día, tanto el sector público como el privado utiliza algoritmos para el tratamiento de datos y obtener de ese cruce de informaciones una determinada utilidad (filtración de spam, mostrar en plataformas temas que nos resulten de interés, etc.), cuestión que ocurre, estemos o no conscientes de ello.
Pero, más allá de la anécdota que estos recuerdos puedan significar, lo preocupante es que, al día de hoy se siga explicando en clases la distribución de causas de forma muy similar a cómo se explicaba antes, con la probable “actualización” de que aquello que antes realizaba un funcionario, ahora se efectúa automáticamente a través del Portal del Poder Judicial, sin reparar que esa distribución ha sido entregada a la inteligencia artificial (ídem para la búsqueda de jurisprudencia). En cambio, la conversión de la tramitación en papel a la tramitación electrónica, sí que fue percibida, y hasta incluso resistida por algunos abogados; a pesar que este cambio no pasó inadvertido como el anterior, tampoco se ha profundizado más allá de las directrices básicas que estableció la Ley 20.886.
Por tanto, uno de los escollos que enfrentamos cuando queremos abordar el tópico de la inteligencia artificial en el Derecho –y muy particularmente en el caso del Derecho Procesal– es la imperceptibilidad con que ésta se ha ido posicionando en los quehaceres diarios y rutinarios, o la poca atención que se le presta cuando el cambio sí ha sido percibido. Problemas que sólo pueden superarse si se comienzan a realizar estudios serios en torno a las vicisitudes (bondades y dificultades) que conlleva el uso de ella en nuestra profesión.
Como bien indica José Bonet Navarro, la incorporación de las nuevas tecnologías ya es una realidad –tímida si se quiere, pero real– en el proceso, su desarrollo permite prever un futuro en el que puede alcanzar tan significativo protagonismo que llegue a influir poderosamente en algunas instituciones fundamentales del derecho procesal[1]. La cuestión es que la pandemia mundial parece haber acelerado las cosas respecto de algunas tecnologías (particularmente en las audiencias telemáticas), pero aún es tiempo para reflexionar en torno a otros avances que tendrán incidencia en el Proceso, y en tal sentido, coincidimos con Jordi Nieva en que es imprescindible cuidar muy bien la contratación de los técnicos que elaboren el algoritmo,… disponer de un organismo que cuide el control del funcionamiento de los algoritmos judiciales, debiendo vigilar los juristas que el funcionamiento de las aplicaciones sea el correcto y se corresponda con los valores del ordenamiento jurídico imperante[2].
Uno de los temas sobre los que debemos reflexionar, es si en un mañana ya no tan lejano, ¿podremos ser juzgados por una inteligencia artificial o si aquello vulneraría nuestro derecho a un debido proceso? Es una reflexión seria y preocupante, sobre todo considerando que, en determinadas cuestiones de carácter administrativo, se ha empezado a aplicar la inteligencia artificial para la aplicación de multas (al menos en el entorno europeo ya el Reglamento General de Protección de Datos Europeo 2016/679 establece en sus preceptos el derecho a oponerse a una decisión automatizada).
En tal sentido, debemos sopesar que los “jueces humanos” fallan “desde el estómago”, en donde, según sea cómo éstos hayan desayunado, serán más o menos benevolentes en sus resoluciones; otro tanto ocurre cuando estos “jueces humanos” pasan de largo o realizan una pausa para almorzar[3]. En este sentido, pareciera ser entonces que el reemplazo de nuestros “jueces humanos” por una inteligencia artificial nos encaminaría hacia la obtención de resoluciones más imparciales, pues los algoritmos del “juez artificial” pueden ser más precisos y exactos al aplicar normas a casos concretos.
Pero ¿es lo mismo juzgar que aplicar? Tal vez, la clave para inclinarnos hacia una u otra dirección esté en la “empatía”, aquella capacidad de ponerse en el lugar del otro, de sentir lo que el otro, para identificarse con él. Una máquina nunca podrá tener empatía, la podemos programar para que aplique determinados comandos a fin de que, según sean los rasgos de la persona que se presente ante ella, actúe con más benevolencia o más severidad, pero empática jamás, porque aquello es una capacidad propia del ser humano.
Es bueno detenernos un momento a reflexionar sobre aquello, antes que sea demasiado tarde, ya que, como indica el título de estas líneas, la inteligencia artificial ya está entre nosotros, y llegó para quedarse.
[1] Magíster en Derecho Procesal por la Universidad Nacional de Rosario (Argentina); Becario por la Fundación Serra Domínguez para el I Curso de Profundización en Derecho Procesal dictado en conjunto por el Instituto Iberoamericano de Derecho Procesal y la Universitat Pompeu Fabra (Barcelona, España, 2018); Premio (VIII versión) Instituto Vasco de Derecho Procesal (San Sebastián, País Vasco, 2018); Finalista de los Premios Gabilex (Castilla, La Mancha, 2020); Abogado, Licenciado en Ciencias Jurídicas por la Universidad Arturo Prat, Iquique (Chile), Árbitro, Especialista en Litigios de Alta Complejidad, y Fundador de ACTA (Centro de Arbitraje y Compliance de Tarapacá). Correo electrónico luispriosm@gmail.com. Sitio web http,//luispatricio-riosmunoz.webnode.cl.
[2] BONET NAVARRO, José, “Algunas consideraciones acerca del poder configurador de la Inteligencia Artificial sobre el Proceso”, en Debates contemporáneos del Proceso en un mundo que se transforma, ISBN 978-958-8943-60-2, Universidad Católica Luis Amigó, Medellín, 2020, p. 96.
[3] NIEVA FENOLL, Jordi, Inteligencia artificial y proceso judicial, Marcial Pons, Madrid, 2018, pp. 122 y 123.
[4] Puede verse al respecto, MAYER, Emeran, Pensar con el estómago, Grijalbo, Barcelona, 2017, passim.
por Laura Álvarez Suárez | Oct 20, 2021 | Editorial |
Con el propósito de establecer un sistema de protección integral y uniforme para proteger a la infancia y a la adolescencia frente a la violencia, así como a las personas con discapacidad necesitadas de especial protección se ha aprobado recientemente en España la Ley Orgánica 8/2021, de 4 de junio, de Protección Integral a la Infancia y a la Adolescencia frente a la Violencia (en adelante, LOPIIAV), así se pone de manifiesto en su Exposición de Motivos. La LOPIIAV reforma varias leyes procesales y sustantivas del ordenamiento, pues la protección de la infancia y la adolescencia es una materia transversal que incide en diversos aspectos de la legislación civil y de la penal. Sin embargo, no todas las modificaciones que ha llevado a cabo la LOPIIAV tienen por objeto exclusivo la protección de la infancia, la adolescencia y las personas con discapacidad.
En la Ley de Enjuiciamiento Criminal, entre otros preceptos, la LOPIIV ha modificado el artículo 416 LECrim sobre el derecho a la dispensa del deber de declarar, restringiéndolo notablemente a través de la incorporación de cinco supuestos en los que los testigos no pueden acogerse a dicho derecho. Tales supuestos son los siguientes: 1) Cuando el testigo tenga atribuida la representación legal o guarda de hecho de la víctima menor de edad o con discapacidad necesitada de especial protección; 2) cuando se trate de un delito grave, el testigo sea mayor de edad y la víctima sea una persona menor de edad o una persona con discapacidad necesitada de especial protección; 3) cuando por razón de su edad o discapacidad el testigo no pueda comprender el sentido de la dispensa; 4) cuando el testigo esté o haya estado personado en el procedimiento como acusación particular; y por último, 5) cuando el testigo haya aceptado declarar durante el procedimiento después de haber sido debidamente informado de su derecho a no hacerlo.
No cabe ninguna duda de que los tres primeros supuestos cumplen la finalidad que persigue la LOPIIAV, esto es, proteger a los menores de edad o a las personas con discapacidad necesitadas de especial protección, pero los dos últimos supuestos van más allá de la estricta finalidad de la LOPIIV porque lo que realmente persiguen no es proteger a la infancia y a la adolescencia frente a la violencia, sino terminar con el vaivén jurisprudencial que el Tribunal Supremo (TS) ha seguido hasta ahora, con la consiguiente grave inseguridad jurídica que provocaba que, en unas ocasiones se permitiese a las víctimas de violencia de género acogerse a la dispensa del deber de declarar con independencia de que se hubieran constituido como acusación particular o de que hubieran prestado declaración, y en otras no (Acuerdo del Pleno no Jurisdiccional de la Sala Segunda del TS de 24 de abril de 2013; la sentencia del TS, Sala de lo Penal, Sección 1°, N° 449/2015,de 14 de julio; Acuerdo del Pleno del TS, de 23 de enero de 2018 y; la sentencia del TS, Sala de lo Penal, Pleno, N° 389/2020, de 10 de julio).
Sin entrar a valorar si el sentido de la reforma es acertado o no, lo cierto es que el legislador ha llevado a cabo una modificación legislativa que va a tener efectos directos en los supuestos de violencia de género a través de una Ley que no tiene por objeto la protección de las mujeres víctimas de violencia de género, sino la de las personas menores de edad o con discapacidad. Considero que, en vez de llevar a cabo reformas “encubiertas” o “enmascaradas” que afectan a las víctimas de violencia de género, lo que se debería de hacer es aprobar una nueva ley que corrija las deficiencias de la actual o, en su caso, que se reforme la vigente Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, para cumplir con todos los compromisos adquiridos tanto con en el Pacto de Estado contra la violencia de género como en la normativa internacional y en la europea; proporcionando a las víctimas de violencia de género: asistencia institucional, un tratamiento adecuado con profesionales especializados y el apoyo psicológico preciso.
por Silvana Adaros | Oct 1, 2021 | Editorial |
Pretendemos en estas líneas realizar algunas breves reflexiones acerca de las solicitudes de abandono del procedimiento a la luz de los recientes fallos de los tribunales superiores sobre la materia, de la legislación aplicable y de una norma que se repite en varios Códigos de Ética Profesional de Colegios de Abogados en Chile.
Como se sabe la Ley 21.226 de 1 de abril de 2020, que “Establece un Régimen Jurídico de Excepción para los Procesos Judiciales, en las Audiencias y Actuaciones Judiciales, y para los plazos y ejercicio de las acciones que indica, por el impacto de la enfermedad COVID-19 en Chile”, dispuso en su artículo 6 la suspensión de los términos probatorios que a la entrada en vigor de esta ley “hubiesen empezado a correr, o que se inicien durante la vigencia del estado de excepción constitucional de catástrofe” en los procedimientos judiciales en trámite ante tribunales ordinarios, especiales o arbitrales del país, suspensión que se mantendría “hasta el vencimiento de los 10 días hábiles posteriores al cese del estado de excepción constitucional…”.
Si bien pudo en algún momento plantearse la interrogante acerca de si la notificación del auto de prueba en estos procedimientos tenía o no el carácter de gestión útil a los efectos del abandono del procedimiento, atendido que se trataba de una diligencia cuya única relevancia bajo la vigencia de la ley 21.226 de 2020 era solo la de paralizar el procedimiento, lo cierto es que la jurisprudencia de los tribunales superiores de justicia[1] y autorizada doctrina nacional[2], han disipado todo atisbo de dudas. En efecto, dicha jurisprudencia ha dejado en claro que la suspensión de los términos probatorios dispuesta por el art. 6 de la precitada ley no eximía, como es obvio, a la parte demandante de la carga procesal de gestionar y obtener la respectiva notificación del auto de prueba, única manera de hacer que el plazo comenzara a correr y pudiese entonces suspenderse.
Sin perjuicio de que este razonamiento nos parece impecable y libre de cuestionamientos desde una perspectiva netamente procesal o procedimental, queremos apuntar a otro tema que también nos preocupa tanto como los procesales propiamente tales.
La emergencia sanitaria que vivimos durante los último 18 meses nos planteó escenarios tan complejos y catastróficos como los que podrían producirse en el contexto de un evento bélico o situaciones semejantes. En tales momentos difíciles y en el plano judicial y de nuestro quehacer profesional, creemos oportuno atender a una norma del Código de Ética de Colegio de Abogados de Valparaíso A.G., relativa a la “Fraternidad y respeto entre abogados”. Nos referimos al inciso 2° del art. 40 del precitado cuerpo normativo que establece que: “El abogado debe ser caballeroso[3] con sus colegas y facilitarle la solución de inconvenientes momentáneos cuando por causas que no le sean imputables, como ausencia, duelo, enfermedad o de fuerza mayor, estén imposibilitados para servir a su cliente. No faltará por apremio del cliente, a su concepto de la decencia y del honor”[4].
A la luz de esta norma ética solicitar el abandono del procedimiento en juicios civiles, paralizados tras la dictación del auto de prueba, pudiera parecer una conducta “poco caballerosa” de cara a las reales y no pocas confusiones iniciales de interpretación del artículo 6 de la ley 21.226; de las graves dificultades que existieron durante al menos el año 2020 para gestionar notificaciones; y de la peor de las hipótesis, la eventual enfermedad o muerte de algún colega o familiar.
Si bien es cierto que la ley 21.226 establece un procedimiento de reclamo en su artículo 4, esta norma se refiere a impedimentos que sean “consecuencia de las restricciones impuestas por la autoridad en el marco del estado de excepción constitucional de catástrofe, por calamidad pública” y no a eventos de duelos o enfermedad que hayan podido también impedir la gestión judicial o la actividad propulsiva del proceso por parte de un abogado de alguna parte demandante.
Puede parecer ingenua la reflexión que aquí efectuamos, pero creemos que si bien es tarea de los procesalistas construir razonamientos incuestionables desde la perspectiva legal y científica, la de los académicos universitarios es llamar la atención y ojalá enseñar que el proceso en sí es una cuestión que también posee una faceta muy humana. Faceta que en tiempos difíciles podría haber propiciado una suerte de “tregua” entre abogados con miras a respetar las dificultades que tal vez el otro abogado sufrió en estos meses, actitud que, además, permitía colaborar con la Justicia material procurando que las causas terminen por sentencia de fondo, que proporcione una auténtica solución a los justiciables.
Es por ello que creemos que en estos tiempos difíciles quizás resulta “más caballeroso” abogar con paciencia por la impartición de justicia de fondo para el caso concreto en beneficio de nuestros clientes, evitando terminaciones anormales de los juicios como lo es el abandono de procedimiento, salida que ¾ reiteramos ¾ es procesalmente incuestionable.
Por estos días, sino hoy mismo, será promulgada y publicada la ley que “Modifica y complementa la Ley N° 21.226 para reactivar y dar continuidad al Sistema de Justicia”, iniciada por mensaje N° 182-369, de 20 de septiembre de 2021, de S.E. el Presidente de la República y cuyo proyecto se contiene en el Boletín 14.590-7. Como el mismo mensaje lo indica, esta ley ¾ que ha debido tramitarse con urgencia¾ viene a establecer un régimen de transición entre las suspensiones de procedimientos establecidas por la ley 21.226 y el régimen de total normalidad que implementará la ley a que de lugar la completa tramitación del Boletín N° 13.752-07 de 2020.
En lo que aquí nos interesa esta ley agrega un nuevo artículo 12 a la ley 21.226, disposición que en su inciso 3°establece que “Para los efectos de lo dispuesto en los artículos 152 y 153 del Código de Procedimiento Civil, no se contabilizará el tiempo en que el juicio hubiere estado paralizado por disposición del artículo 6 o por cualquier otra causal producto de la pandemia”.
Lo primero que cabe comentar sobre esta disposición es que los términos amplios que utiliza en la frase final parecen englobar las situaciones de duelo o enfermedad a que aludíamos en párrafos precedentes y que entendíamos quedaban fuera del art. 4 de la ley 21.226. Sin embargo, cabe advertir que, en opinión de la Corte Suprema, la amplitud de la terminología utilizada puede dar origen a un sinfín de incidencias alegando causas de paralización que poco o nada tuvieron que ver con la emergencia sanitaria[5], advertencia que sería innecesaria si se diera estricto cumplimiento por parte de los abogados al artículo 1 del Código de Ética del Colegio de Abogados de Valparaíso, que define al abogado como un “servidor de la justicia y un colaborador en su administración”[6].
En segundo lugar y volviendo sobre el tema central de estas reflexiones, vemos que esta ley descarta definitivamente la posibilidad de solicitar el abandono del procedimiento fundado exclusivamente en el tiempo que el procedimiento estuvo paralizado por aplicación del art. 6 de la ley 21.226. En este punto parece que el legislador coincide con nuestra visión de considerar inadecuado solicitar el abandono del procedimiento en estos juicios “pandémicos”, evitando con ello redoblar los perjuicios ya generados con la sola paralización dispuesta por la antedicha ley 21.226.
En consecuencia, esta nueva legislación parece instar a los abogados a hacer uso de las normas procesales con la finalidad de hacer avanzar los juicios y procurar, lo antes posible, que los conflictos intersubjetivos de intereses en ellos planteados sean solucionados en el fondo, impartiéndose justicia en el caso concreto, finalidad prioritaria de la función jurisdiccional y a cuyo servicio nos encontramos los abogados, sin desmerecer en nada el debido compromiso con los intereses de nuestros clientes.
Silvana Adaros Rojas
Académica investigadora Derecho Procesal
Carrera de Derecho
Escuela de Ciencias Jurídicas y Sociales
UVM
[1] Nos referimos, por una parte, a la Sentencia Excma. Corte Suprema de 9 de julio de 2021 Rol 22.173-2021, con relación a las sentencias de la C. Apelaciones de Valparaíso, de 26 de febrero de 2021, Rol N° 2793-2020 y del Juzgado de Letras de Casablanca de 2 de diciembre de 2020 Rol N° C-2626-2019; y, por otra, a tres fallos de Cortes de Apelaciones, de mayo de 2021, citados por Cortez Matcovich, Gonzalo, “Abandono del procedimiento y ley 21.226”, en https://www.elmercurio.com/legal/noticias/opinion/2021/08/11/abandono-procedimiento-y-ley-21226.aspx .
[2] Cortez Matcovich, Gonzalo, “Abandono del procedimiento y ley 21.226”, en https://www.elmercurio.com/legal/noticias/opinion/2021/08/11/abandono-procedimiento-y-ley-21226.aspx
[3] Entendiendo por tal “Propio de un caballero, por su gentileza, desprendimiento, cortesía, nobleza de ánimo u otras cualidades semejantes”, cualidades que entendemos poco tienen que ver con el género en buen castellano. Definición de caballeroso en DRAE
[4] Norma replicada como art. 106 en el Código de Ética del Colegio de Abogados de Chile, vigente desde el 1 de agosto de 2011, en https://colegioabogados.cl/el-colegio/codigo-de-etica-profesional/
[5] Oficio N° 178-2021, de 27 de septiembre, de la Excma. Corte Suprema, informando sobre el Proyecto de Ley que modifica y complementa la ley 21.226 para reactivar y dar continuidad al Sistema de Justicia, en https://www.senado.cl/appsenado/templates/tramitacion/index.php?boletin_ini=14590-07
[6] Regulación semejante, pero más modernamente expresada, se encuentra en el artículo 2º del Código de Ética del Colegio de Abogados de Chile, vigente desde el 1 de agosto de 2011: “Cuidado de las instituciones. Las actuaciones del abogado deben promover, y en caso alguno afectar, la confianza y el respeto por la profesión, la correcta y eficaz administración de justicia, y la vigencia del estado de derecho.”, en https://colegioabogados.cl/el-colegio/codigo-de-etica-profesional/