Maduración de la Ley “Devuélveme Mi Casa”: Implicancias Prácticas a Más de Dos Años de su Entrada en Vigencia

Maduración de la Ley “Devuélveme Mi Casa”: Implicancias Prácticas a Más de Dos Años de su Entrada en Vigencia

El 30 de junio de 2022 entró en vigencia la Ley Nro. 21.461, conocida también como la ley “Devuélveme mi casa”, la cual vino a modificar la Ley Nro. 18.101, sobre arrendamiento de predios urbanos, incorporando una medida precautoria – o más bien una manifestación de tutela anticipada- de restitución anticipada de inmuebles y estableciendo un procedimiento especial monitorio de cobro de rentas de arrendamiento.

Como el título de la misma lo sugiere, la dictación de la Ley Nro. 21.461 tuvo como objetivo principal dar solución a problemas habitacionales, por culpa de los arrendatarios que no cumplen con sus obligaciones de pago, utilizan los inmuebles para fines no previstos o los ocupan sin título alguno,[1] a través de la nueva medida precautoria. Además, mediante la creación del procedimiento monitorio, se brindó a los arrendadores de una herramienta más rápida y eficaz para el cobro de rentas de arrendamiento, gastos comunes y servicios básicos adeudados. 

Si bien la aplicación de las nuevas normas en materia de arrendamiento no ha estado exenta de críticas, el impacto de la Ley Nro. 21.461 en sus dos primeros años de vigencia ha sido significativo, y no sólo en el ámbito puramente habitacional.  

La experiencia muestra que las nuevas herramientas de la Ley Nro. 21.461 han sido ampliamente utilizadas tanto en el ámbito habitacional como en el comercial, permitiendo a los propietarios y empresas conseguir el pago de las rentas y desalojar a los arrendatarios morosos en corto tiempo. A modo de ejemplo, si bien el título sugerente de ley “Devuélveme mi casa”, haría pensar que las nuevas normas sólo aplican respecto de arriendo con fines residenciales, lo cierto es que aplican también al arriendo de bodegas industriales, y una empresa podría obtener rápidamente el desalojo de otra empresa arrendataria morosa.

En este sentido, con anterioridad a la Ley Nro. 21.461, los arrendadores que iniciaban procedimientos judiciales en contra de los deudores morosos se demoraban entre 7 y 8 meses en lograr el lanzamiento del arrendatario y los demás ocupantes del inmueble con el auxilio de la fuerza pública, [2] lo que implicaba un desgaste notorio en materia de recursos y tiempo.

Así, los arrendadores afectados no solamente tenían que lidiar la ocupación indebida de los arrendatarios morosos de sus inmuebles, sino también con la pérdida de ingresos por arrendamiento durante ese período (entre 7 y 8 meses de duración del procedimiento judicial). Con el nuevo procedimiento monitorio estos tiempos se han reducido considerablemente, lo cual se manifiesta en un aumento considerable en el número de procedimientos iniciados ante los tribunales civiles en materia de arrendamiento de predios urbanos.

Dentro del periodo comprendido entre el 1 de julio de 2022 y el 31 de diciembre de 2023, se ingresaron un total de 21.162 causas en materia de arrendamiento de predios urbanos, de las cuales un 68,6% corresponden al procedimiento monitorio de cobro de rentas de arrendamiento. [3] Por su parte, en lo que respecta al año 2024, hasta el 30 de diciembre de 2024, se ingresaron aproximadamente 5.247 demandas por este procedimiento especial.[4]

En cuanto a los tiempos para obtener el desalojo del deudor moroso, por aplicación de lo dispuesto en el nuevo artículo 18-C de la Ley Nro. 18.101,[5] el promedio entre el ingreso de la causa y la resolución que ordena el lanzamiento del deudor moroso es de 104 días, [6] esto es menos de la mitad de los meses demoraba el lanzamiento antes de la entrada en vigencia de la Ley Nro. 21.461.

Así las cosas, a pesar de las complejidades en su aplicación, las estadísticas demuestran que la Ley Nro. 21.461 ha logrado su cometido en corto plazo, y representa una herramienta sólida en contra del arrendatario moroso u ocupante ilegítimo, que excede lo puramente habitacional. Ha permitido a personas naturales y empresas recuperar sus inmuebles de manera más rápida y eficaz frente a los incumplimientos de sus arrendatarios, siendo un paso importante para fortalecer los derechos de los propietarios y mejorar el sistema de arrendamiento en Chile.


[1]  Biblioteca del Congreso Nacional de Chile. Historia de la Ley 21.461. Incorpora medida precautoria de restitución anticipada de inmuebles y establece procedimiento monitorio de cobro de rentas de arrendamiento”, disponible en: https://www.bcn.cl/historiadelaley/historia-de-la-ley/vista-expandida/8022/.  Ultima visita: 13/01/2025.

[2] Biblioteca del Congreso Nacional de Chile. Historia de la Ley 21.461. Incorpora medida precautoria de restitución anticipada de inmuebles y establece procedimiento monitorio de cobro de rentas de arrendamiento”, disponible en: https://www.bcn.cl/historiadelaley/historia-de-la-ley/vista-expandida/8022/.  Ultima visita: 23/12/2024.

[3] Poder Judicial, Boletín estadístico N°2: “Ley 21.461: Incorpora medida precautoria de restitución anticipada de inmuebles y establece procedimiento monitorio de cobro de rentas de arrendamiento en Tribunales de primera instancia”, Junio 2024. Página 3.

[4] Poder Judicial en números: https://numeros.pjud.cl/Competencias/Civil#Ingresos. Última Visita: 30/12/2024.

[5] De conformidad al artículo 18-C de la Ley 18.101, en el evento que el deudor no pague, no comparezca ni formule oposición se le tendrá por condenado al pago de la obligación reclamada y dispondrá su lanzamiento y el de los otros ocupantes del inmueble en el plazo no superior a 10 días.

[6] Poder Judicial, Boletín estadístico N°2: “Ley 21.461: Incorpora medida precautoria de restitución anticipada de inmuebles y establece procedimiento monitorio de cobro de rentas de arrendamiento en Tribunales de primera instancia”, Junio 2024. Página 9.

Prueba Ilícita y Corrupción: Algunas Reflexiones Probablemente Polémicas

Prueba Ilícita y Corrupción: Algunas Reflexiones Probablemente Polémicas

Francisco Cerda Buxton[1]

Prácticamente cada semana podemos encontrar en distintos medios de comunicación la desagradable noticia de un nuevo caso de corrupción. Desde el mediático “Caso Audios”, el Ministerio Público ha enfrentado la compleja tarea de desentrañar las principales aristas de toda una red orquestada para cometer delitos y pagar favores de distinta índole que involucra no solo a policías, grandes empresarios y políticos, sino también a jueces y fiscales. Aun cuando Chile no era percibido por la opinión pública como un país particularmente corrupto —más por comparación con nuestros vecinos que por mérito propio—, parece haberse abierto la caja de Pandora y solo el tiempo revelará las verdaderas dimensiones y repercusiones que tendrá este delicado panorama[2].

El origen de dicho declive institucional puede situarse en una grabación subrepticia realizada por la abogada Leonarda Villalobos, en la que se registran una serie de conversaciones mantenidas con el también abogado Luis Hermosilla y el empresario Daniel Sauer, donde reconocen la comisión de una serie de delitos. Ante su filtración en noviembre del año pasado, surgió el debate público sobre su licitud y potencial utilización en juicio. Destacados académicos y abogados litigantes han dado su opinión al respecto con los antecedentes disponibles hasta el momento, y un sector mayoritario se inclina por considerar lícita la grabación, al haber sido realizada por uno de los participantes y no por terceros[3]. Más allá de estar de acuerdo con esta preliminar conclusión, me ha surgido la siguiente interrogante: ¿y si las grabaciones fueran ilícitas?

No me referiré específicamente al comentado caso. Solo aprovecharé la oportunidad para reflexionar sobre algunas cuestiones relacionadas con la validez de las pruebas ilícitas y, en particular, su admisión y valoración en casos de corrupción. Los delitos cometidos en estos escenarios nos ofrecen una interesante perspectiva para revisar el actual estado de la ilicitud probatoria en los procesos penales y las consecuencias que podría tener en la sociedad una aplicación estricta de la regla de exclusión.

Como preámbulo, es difícil rebatir que los delitos de esta naturaleza acarrean serias consecuencias para la estructura social. Estas van desde la afectación al desarrollo económico del país hasta la disminución y pérdida de la confianza en las instituciones públicas, lo que compromete también la figura del Estado de Derecho. Los delitos de corrupción se caracterizan por involucrar a sujetos que ocupan una cierta posición de poder y que, aprovechándose de ese estatus privilegiado, promueven la comisión de actos ilícitos. El reservado escenario en el cual se desarrollan estas actividades delictivas conlleva serias dificultades para acceder a información y fuentes de prueba, e incluso puede imposibilitar la obtención de elementos probatorios indispensables para iniciar y sostener investigaciones orientadas a identificar a los verdaderos responsables. De hecho, en asuntos de esta especie, los involucrados suelen ocultar y destruir pruebas de sus actividades ilícitas para evitar ser descubiertos.

Si tenemos a la vista estas circunstancias, la exclusión de pruebas obtenidas con “inobservancia de garantías fundamentales” representa un sacrificio epistemológico bastante elevado para procedimientos iniciados por la supuesta comisión de delitos de corrupción. En el caso de que se aplicara rigurosamente la regla de exclusión de pruebas ilícitas establecida en el artículo 276 del Código Procesal Penal, con el propósito de proteger los derechos fundamentales del imputado, considero que las desventajas que presenta una decisión de este tipo superan con creces sus beneficios. Antes de que se me acuse de populista, de defender un activismo judicial descontrolado o de propugnar un retorno a ardides propios de un sistema inquisitivo, expondré a continuación algunos puntos para justificar mi posición.

En primer lugar, el conflicto subyacente en la institución de la ilicitud probatoria se ha presentado tradicionalmente como un antagonismo entre la búsqueda o averiguación de la verdad en los procesos judiciales y la protección de los derechos fundamentales. Sin perjuicio de que creo necesario replantear esta relación antitética por varias razones, el enunciado “la verdad no puede obtenerse a cualquier precio”, predicado casi como un dogma, me parece una aproximación anacrónica al problema, especialmente en delitos de máxima gravedad, como los de corrupción.

La verdad, en sí misma, constituye un valor merecedor de protección en los ordenamientos de distintas culturas jurídicas, ya sea por cuestiones de naturaleza moral, social o política[4]. En los procesos judiciales representa un fin funcional que permite el cumplimiento de otros fines relevantes, como la correcta aplicación del Derecho y la justicia de la decisión[5], por lo que no puede desatenderse su importancia en el ejercicio de la función jurisdiccional. Dadas las severas repercusiones que tienen los delitos de corrupción, resulta inevitable y justificada la exposición de los hechos a la comunidad y, consecuentemente, los ciudadanos se forman una opinión respecto a la participación de los involucrados. Si se excluyen pruebas ilícitas pertinentes y útiles por su origen antijurídico, y ello conduce a la absolución de los materialmente culpables, pasando por alto cómo ocurrieron los hechos en la realidad, no solo se resiente el proceso como instrumento de resolución de conflictos, sino que la imagen de la Administración de Justicia queda profundamente dañada ante la colectividad.

Sobre todo, por el hecho de que las injerencias ilegales realizadas para obtener evidencias en este tipo de situaciones, en su mayoría, se refieren a afectaciones del derecho a la privacidad o intimidad de las personas —en un sentido amplio— que no resultan particularmente invasivas. La posición de poder en la que se encuentran los imputados en esta clase de delitos hace poco probable que se presenten casos extremos de violación de derechos fundamentales, como la aplicación de torturas o tratos inhumanos o degradantes para conseguir una confesión, declaraciones obtenidas sin la debida asistencia letrada o vulneraciones del derecho a guardar silencio. Su alta formación profesional, estrato social, influencias y recursos económicos hacen difícil imaginar que reciban un trato equiparable al de la generalidad de los investigados en el proceso penal. Si bien es cierto que la regla de exclusión de pruebas ilícitas constituye un baluarte de las democracias modernas contra el abuso del poder estatal, las singulares condiciones de los sujetos imputados en delitos de corrupción invitan a cuestionar, cuando menos, la desigualdad que se predica entre el Estado y el individuo en la justicia penal —ya sea por formar parte del mismo o por contar con recursos económicos y profesionales similares— y la aplicación mecanicista de la norma de exclusión.

Por otro lado, la ilicitud probatoria ha experimentado un progresivo debilitamiento, deconstrucción, desarticulación o, como prefiero denominarlo, reformulación, en distintos ordenamientos jurídicos. Esta tendencia, influenciada principalmente por la jurisprudencia de la Supreme Court de Estados Unidos, pretende dar cuenta, mediante la creación de una serie de excepciones a la regla general de suprimir pruebas ilícitas, de los altos costos que representa para el sistema judicial la pérdida de elementos probatorios. En concreto, la posibilidad de que no sea aplicado el Derecho penal debido a la exclusión de pruebas relevantes y la consecuente absolución de los materialmente culpables, pueden presentarse como una reacción desproporcionada que, más allá de una aparente protección de los derechos fundamentales, se convierte en un verdadero salvavidas para los autores de delitos de corrupción.

Nuestra Corte Suprema no ha sido ajena a esta tendencia y ha reconocido algunas excepciones, tales como la fuente independiente, el descubrimiento inevitable, el vínculo causal atenuado y la buena fe policial[6]. Por lo general, su aplicación se produce en delitos considerados como de mayor gravedad para la sociedad, siendo una práctica relativamente frecuente en casos de tenencia y porte de armas, tráfico de drogas y homicidios. Así, surge la legítima duda de si, tanto jueces como tribunales, en vista de la magnitud de las cifras comprometidas, el impacto en la percepción de las instituciones públicas y la situación de poder en la que se encuentran los investigados por delitos de corrupción, harán uso de estas excepciones para admitir y valorar elementos probatorios ilícitamente obtenidos.

Una interpretación flexible de la regla de exclusión, mediante la correcta aplicación de las excepciones antes mencionadas y/o reconociendo discrecionalidad al órgano jurisdiccional para efectuar un ejercicio de ponderación, como se ha optado en otros sistemas jurídicos, permitiría equilibrar los distintos valores, intereses y derechos enfrentados en delitos de corrupción, y recuperar así la tan debilitada imagen que nuestra institucionalidad proyecta hacia la ciudadanía. Solo en casos graves de violación de derechos fundamentales debería aplicarse la norma de exclusión, pues, como se ha señalado, la supresión de elementos ilícitos representa un considerable sacrificio epistemológico que tiene repercusiones que van más allá de la situación jurídica de los intervinientes.

El imperativo ético de combatir la corrupción, el interés superior de hacer justicia en casos especialmente complejos y sensibles y la legitimidad del sistema judicial aconsejan escapar de soluciones rígidas y automatizadas en supuestos de ilicitud probatoria. Desde luego, esto no significa defender una vía libre a la ilegalidad, sino solo adoptar una visión más pragmática frente a un problema que compromete la credibilidad e imagen de todos los poderes del Estado. Aunque es cierto que la verdad no puede obtenerse a cualquier precio, parece indiscutible que, en los casos de corrupción, el precio de no alcanzarla —impunidad de los responsables y menoscabo del Estado de Derecho— representa un costo que nuestra sociedad no puede permitirse, salvo en casos muy excepcionales. Conceptos jurídicos como flexibilidad, proporcionalidad y ponderación, que suponen un análisis cuidadoso y particular de cada supuesto de ilicitud probatoria, permitirían abordar de mejor manera esta encrucijada y recuperar la tan debilitada confianza en nuestras instituciones.


[1] Abogado, Universidad de Valparaíso. Doctor (c) en Derecho, Ciencia Política y Criminología, Universidad de Valencia.

[2] Hace pocos días, la Contraloría General de la República dio a conocer los resultados de la encuesta ¿Qué piensas de la corrupción en Chile?, en la cual 72,22% de los encuestados calificó a Chile como un país bastante o totalmente corrupto. Véase: https://www.contraloria.cl/portalweb/web/cgr/-/resulltadoencuesta-corrupcion-chile

[3] Véase: https://radio.uchile.cl/2023/11/16/abogados-retrucan-a-hermosilla-grabacion-es-licita-y-puede-ser-usada-en-juicio/

[4] Al respecto, véase: Taruffo, M., Simplemente la verdad. El juez y la construcción de los hechos, Marcial Pons, Madrid, 2010, pp. 109-114.

[5] Sin pretensión de exhaustividad, véanse: Taruffo, M., “Algunas consideraciones sobre la relación entre prueba y verdad”, Discusiones, n.° 3, 2003, pp. 28-29; Laudan, L., Verdad, error y proceso penal, Marcial Pons, Madrid, 2013, pp. 22-23; Anderson, T., Schum, D., Twining, W., Análisis de la prueba, Marcial Pons, Madrid, 2015, pp. 116-117; Pastore, B., “Verità e «giusto proceso»», Annali dell’Università di Ferrara, 19, 2005, pp. 19 y ss.; Tuzet, G., Filosofía de la prueba jurídica, Marcial Pons, Madrid, 2019, p. 97.

[6] Véanse, respectivamente: Corte Suprema, rol Nº 14.781-2015, de 3 de noviembre de 2015; Corte Suprema, rol Nº 73.899-2016, de 1 de diciembre de 2016; Corte Suprema, rol Nº 42.335-2017, de 28 de diciembre de 2017; Corte Suprema, rol Nº 23.300-2018, de 4 de diciembre de 2018.

Internet de las Cosas como medio de prueba en el procedimiento civil

Internet de las Cosas como medio de prueba en el procedimiento civil

Carlos Reusser Monsálvez

Doctor en Derecho, Universidad de Salamanca

Profesor, Universidad Alberto Hurtado

No es nada novedoso afirmar que la era digital ha transformado radicalmente las formas en que interactuamos, trabajamos y resolvemos los conflictos. Ahí están, sin ir más lejos, los sistemas automatizados de resolución de disputas de eBay o de Airbnb, funcionando todos los días del año y a un costo marginal despreciable.

Pero en el ámbito judicial, uno de los mayores desafíos es adaptar los sistemas probatorios al avance de la tecnología, especialmente con el surgimiento del “Internet de las Cosas” (IoT).

Este fenómeno, que conecta dispositivos como teléfonos móviles, sensores de movimiento y electrodomésticos inteligentes, representa una fuente inexplorada de pruebas en el ámbito civil, donde jueces y abogados se ven confrontados con la dificultad de incorporar la información al procedimiento y valorar las nuevas evidencias.

El IoT funciona como una red interconectada de dispositivos que recopilan y transmiten datos en tiempo real, desde termostatos y relojes inteligentes hasta dispositivos médicos insertos en el cuerpo humano. Estos dispositivos registran información valiosa que podría resultar de interés en un litigio, como la ubicación de las personas y objetos, los patrones de movimiento en espacios públicos o privados o el nivel de azúcar en la sangre.

Por supuesto, es muy legítimo preguntarse si estos registros, generados sin la intervención humana, pueden ser considerados pruebas válidas. Por ejemplo, ¿puede la grabación de un dispositivo de seguridad inteligente servir como prueba de una infracción contractual o de una negligencia?

El tema de fondo es que ya no estamos hablando de casos excepcionales o de laboratorio, sobre todo si consideramos que actualmente nos encontramos inmersos en una “Sociedad de la Vigilancia” que, atenazada por las demandas sociales de seguridad pública, no hace más que fortalecerse día a día.

Desde luego que el concepto de “Sociedad de la Vigilancia” no es nuevo. Ya en 1975, Michel Foucault reflexionaba sobre la vigilancia estatal y su influencia en la conducta humana. En la actualidad, esta vigilancia se ha expandido al ámbito digital.

Los dispositivos IoT, presentes en los hogares, lugares de trabajo y espacios públicos, registran datos que podrían constituir pruebas relevantes. Sin embargo, el uso de esta información plantea muchas interrogantes, particularmente en el ámbito de los procedimientos civiles ideados en el siglo XIX, que se enfrentan a la necesidad urgente de actualizar sus normativas (y casi todo lo demás), en especial cuando esta tecnología es capaz de proporcionar evidencia confiable, objetiva y sin sesgos.

Ahora bien, uno de los principales desafíos del IoT en el proceso civil es determinar la naturaleza jurídica de los datos generados por los dispositivos y la forma adecuada de introducirlos a juicio. ¿Son documentos digitales? ¿Son testimonios? ¿Requieren del estudio de un perito?

Si decimos la verdad, tendríamos que reconocer que, dado el vertiginoso desarrollo de la técnica, los jueces ya no están capacitados para interpretar datos técnicos complejos y necesitan la asistencia de expertos en IoT y seguridad digital para evaluar la evidencia. En este contexto, los peritos son responsables de traducir los datos del IoT en información accesible y comprensible para el tribunal.

Pero el drama real es que, a pesar de las explicaciones, ordinariamente los jueces no entenderán nada y sencillamente se irán a las conclusiones del informe pericial para dar por sentado lo que allí se dice. Y, si hay más de un informe pericial y estos se contradicen, el asunto irá a peor. Por supuesto que, eventualmente, se podría recurrir a un tercer perito, pero a esas alturas el establecimiento de los hechos no será distinguible de una votación democrática.

Y en ese contexto, dado que el juez no puede renunciar a establecer los hechos del caso, la opción que le queda es realizar un auténtico acto de fe, y apostar por cuál perito es el que le parece que está en lo correcto, sin ningún elemento objetivo que respalde su decisión.

Sin embargo, existen otras opciones, poco exploradas todavía, pero disponibles: formar a los jueces no en tecnologías, sino en la manera adecuada en que debe llevarse adelante un peritaje tecnológico. Y no debería ser difícil, pues hace mucho que existen normas técnicas internacionales que regulan el manejo de pruebas digitales, como la ISO/IEC 27037:2012 y la ISO/IEC 27042:2015, que establecen criterios sobre la recopilación, preservación e interpretación de pruebas electrónicas.

Como consecuencia, un juez diligente igualmente no estará en posición de determinar cómo ocurrieron los hechos cuando las pruebas han sido registradas por dispositivos de Internet de las Cosas, pero tendrá razones fundadas y objetivas para creer o no la versión de los hechos que le presenta un perito.

En un futuro cercano, el uso de IoT en los procedimientos civiles podría ser tan común como la prueba documental tradicional. No obstante, para que esta transición sea efectiva, no sólo es importante un buen marco regulatorio, sino también que los jueces sean capaces de determinar, por sí mismos, cuándo un peritaje es fiable y cuándo no lo es.

Los datos de los dispositivos IoT serán una oportunidad para mejorar el acceso a la verdad, pero sólo si los sistemas judiciales logran adaptarse. Al final, el objetivo es que la justicia siga siendo ciega, pero no desconectada del mundo digital que, en forma inexorable, ya es parte del mundo real.

Estado de la justicia en Chile; ¿y ahora quién podrá ayudarnos?

Estado de la justicia en Chile; ¿y ahora quién podrá ayudarnos?

Pareciera que el estado actual de cosas consolida un dicho: “cuidado con el abogado”, que solo sería experto en artimañas y corruptelas.

WhatsApp y el caso Hermosilla fue un terremoto 9.9, del cual aún hay réplicas fuertes.

Vale la pena traer a colación que cuando sale la pasta de dientes del tubo ya no vuelve a entrar, es un dato obvio: inténtelo. Me parece una metáfora muy acertada, ya que, junto con asumir las consecuencias de este mega descalabro, debemos intentar volver la pasta al tubo (institucionalidad), con más imaginación, con más trabajo duro, decencia, independencia, responsabilidad y ética (legal ethics).

Y la verdad, esto de cuidado con el abogado viene desde mitad del siglo XIX, siendo un punto muy relevante la normativa de Klein en Austria, bajo un new deal procesal que pone en los hombros de los jueces la carga de salvar los papeles de una justicia lenta y de propiedad de las partes. Todo de la mano de la oralidad y sus marcas y del surgimiento de la publicitación, en donde se les dio a jueces y juezas muchísimos poderes procedimentales y materiales.

El siglo XX se mueve entre la aspiración de mayor celeridad, las metas y la gestión de los tiempos de las audiencias. En otras palabras, una justicia express, interesada solo en la meta, que comprometía la legitimidad y calidad de la respuesta probatoria. Sabemos que las prisas son malas consejeras: mientras más se corre, más posibilidades de equivocarse.

Junto con el publicismo se apuesta por el acceso a la justicia y su democratización. Pero lo cierto es que este mayor acceso esconde que el 70% de los casos se tratan de juicios ejecutivos, donde los protagonistas son los bancos, retails, etcétera.

La transparencia también se instala como bandera de lucha, pero la distancia entre teoría y realidad es evidente.

Buscamos y nos enfocamos durante todo el siglo pasado en la humanización de la justicia que actualmente aparece debilitada por las TIC’s y los avances a pasos agigantados de la IA.

Troppi casi. Demasiados casos tienen sobrepasados y sobrecargados a los tribunales, lo que ha hecho que surja la panacea del boom de los MASC, respecto de lo cual no se descubre nada nuevo y solo se la usa para descongestionar y matar causas; ADR o la riscoperta dell’acqua calda.

La ejecución, en todos los órdenes jurisdiccionales, es un verdadero dolor de cabeza, un problema irresuelto, y corresponde ponerse manos a la obra. El procedimiento declarativo quiere transformar hechos en derechos, mientras que el ejecutivo derechos en hechos.

Tema más delicado aún es la evidente realidad de la existencia de una justicia para ricos y otra para pobres, que se aprecia entre otras marcas en la utilización de la prisión preventiva en unos y otros casos.

El sistema judicial es carísimo. Y ese coste lo pagamos todos. El problema está en que el servicio lo usan los grandes litigantes. ¿No será hora de pensar en tasas?

La prensa y los periodistas contribuyen a la crisis (des)informando; las RRSS, haciéndose eco de fake news, terminan instalando la idea de jueces etiquetados: existirían jueces “nuestros” y “sus” jueces.

La situación carcelaria está absolutamente colapsada y no da para más, y entrega cero oportunidades a la reinserción.

¿La independencia está en jaque? Habrá que reforzar la independencia y sobre todo las distintas responsabilidades de los jueces.

En todo caso, no cabe depositar todo el éxito de las reformas en ellos; pues por lo pronto son tan humanos como nosotros y no están inmunizados contra las arbitrariedades y errores. Hay que descartar la idea de prescindir de los abogados.

Debe repensarse, a propósito de esta crisis, el rol de la Corte Suprema, desde distintas perspectivas. Justicia, democracia y fortaleza institucional, que es clave a la hora de evitar que fracasen los países.

Pensando ahora en la solucionática. Se me ocurre dejar el tema de los libros negros y apostar a los blancos que recojan propuesta de mejora, siendo conscientes que no existe una vacuna única para todos los males, que debe evitarse tropezar con la misma piedra una y otra vez, entender que la justicia no es una fábrica de salchichas, ni una tienda de comida chatarra, comprender que se debe huir de los excesos y buscar puntos de equilibrio, comprender la importancia del tiempo en la justicia, la que en todo caso debe hacerse más entendible y más transparente para todos.

Ha llegado el zoom y la lA y aún tenemos la justicia de primera línea jugando en los potreros (Juzgados de Policía Local), los que aún deben notificar por carta certificada. Vergonzosa discriminación.

Ni con togas ni pelucas se resuelve esta clase de crisis. Debe apostarse por el factor humano del sistema de justicia, entendiendo que ésta es lo más humano que tenemos, y que debemos defender su dignidad desde todos sus frentes, partiendo por derogar la “ley del mínimo esfuerzo” o la “picardía” del chileno. Debe defenderse de sus enemigos internos y externos. No será sencillo, pero no cabe renunciar a eso por su dificultad. Es el momento de la lucha, a partir de la cultura del trabajo bien hecho, del ataque a todas las corruptelas. Será el único modo de rescatar las instituciones y salir adelante, una vez más, como lo ha demostrado Chile en el pasado.

Diego PALOMO VÉLEZ

Profesor titular de la Universidad de Talca

Abogado integrante I. Corte de Apelaciones de Talca

N.G.A. en Chile y el Justo y Racional Procedimiento

N.G.A. en Chile y el Justo y Racional Procedimiento

La tendencia nacional a crear normas que nos vinculen más estrechamente con la OCDE nos llevó a la instauración de la Norma General Anti Elusiva (N.G.A.).

Un aspecto no menor es la forma procedimental que fue adoptada en Chile. En síntesis, para que un acto o conjunto de actos sean declarados elusivos, el Director del Servicio de Impuestos Internos (S.I.I.) debe solicitar fundadamente tal declaración ante el competente Tribunal Tributario y Aduanero (T.T.A.) y éste procederá con el decurso procedimental hasta resolver.

Cabe destacar que, entre los aspectos perfectibles del procedimiento indicado, hay facetas en las cuales no se ha reparado suficientemente, en mi modesta lectura del asunto.

En lo que dice relación con la denominada buena fe, la norma del artículo 4 bis del Código Tributario (C.T.), establece la noción de que el S.I.I. debe reconocer la buena fe tributaria del contribuyente (nótese que no lo hace en función de todos los ciudadanos sino solamente respecto de los contribuyentes) y la define con base en una suposición: “…supone reconocer los efectos que se desprendan de los actos o negocios jurídicos o de un conjunto o serie de ellos, según la forma en que estos se hayan celebrado por los contribuyentes”; es decir, los efectos de los actos o negocios jurídicos son los que ellos tienen habitualmente.

Para romper esa buena fe se precisa que los actos o negocios jurídicos celebrados eludan los hechos imponibles descritos en la ley respectiva. La falta de certeza jurídica de esta disposición abruma: no precisa qué es o qué se entenderá por elusión y por ello su calificación se entrega al T.T.A. competente; pero aún nos enfrentamos a otro aspecto difuso cual es la circunstancia de que el artículo 4 bis del C.T., al finalizar su inciso tercero, pretende generalizar utilizando la idea de que hay elusión en los casos de abuso o simulación que fijan los artículos 4° ter y 4° quáter, respectivamente. Esta técnica legislativa (cuestionable, por cierto) puede conducir a que sea solicitada la calificación de elusivo de otros actos o negocios jurídicos, no solamente aquellos que constituyan simulación o abuso, aspecto que no ha sido discutido aún, pero que se haya latente debido a la redacción de las disposiciones presentadas. Más aún, el artículo 160 bis del C.T. limita las posibilidades del Director del S.I.I. a pedir “…la declaración de abuso o simulación…” y no otras alternativas elusivas.

En otras palabras, primero, al fiscalizar, en opinión del S.I.I. debe haber abuso o simulación, luego debe citar al contribuyente conforme al artículo 63 del C.T., y después de que el contribuyente conteste o no a la citación, el Director del S.I.I. tiene un plazo de nueve meses para solicitar al competente T.T.A. que efectúe la declaración de abuso o simulación para fines tributarios y determine sus efectos. La expresión “…para fines tributarios…” del abuso o simulación, abre a su vez otras interrogantes.

Ahora bien, una arista peculiar es la existencia del catálogo de esquemas tributarios elusivos que actualiza periódicamente el S.I.I., que no colabora a la certeza jurídica, ya que, por cada nuevo esquema que el S.I.I. incluye o excluye del catálogo, agrega que el Servicio “…Podría evaluar la aplicación de una norma especial o general anti elusiva, según corresponda, a objeto de veri­ficar…”.

Las limitaciones del procedimiento de la N.G.A., brevemente reseñadas, y otras, se ven morigeradas por el ejercicio jurisdiccional radicado en los T.T.A.; pero ello se enfrenta con el desempeño tradicional del ente fiscalizador, el S.I.I., entidad que no está satisfecha por considerar que se la ha privado de una herramienta de fiscalización y con base en esa pretensión busca permanentemente retroceder a aquella época en que el S.I.I. era “juez y parte”.

En este contexto, si el sistema vigente se apoya realmente en suponer la buena fe del contribuyente, ¿por qué no permitirle también recurrir al competente T.T.A. con el fin de otorgar certeza jurídica a los negocios o actos jurídicos que puedan tener incidencia tributaria, despejando así la duda sobre si es elusivo o no lo que se pretende realizar? En mi modesto análisis, un justo y racional procedimiento, apoyado en la suposición legal de buena fe del contribuyente (artículo 4 bis, inciso segundo, del C.T.), debería permitirlo.

La finalidad de las normas anti-elusivas hace necesario mejorar los factores de elaboración de estas, precisando conceptos jurídicos que pueden ser entendidos de forma variada según el ordenamiento jurídico de que se trate.

Las normas anti-elusivas deben ser diseñadas desde la perspectiva fiscal para que los contribuyentes respondan a sus obligaciones tributarias desde sus efectivas capacidades, ya que una reflexión especulativa sobre ellas debilitaría los aspectos jurídicos del sistema anti-elusivo. Un sistema anti-elusivo diseñado y aplicado sin certeza y sin juridicidad debilitaría sus posibilidades de exigibilidad y abonaría comportamientos elusivos con tolerancia social, además de aminorar la recaudación fiscal. Al disminuir la recaudación fiscal, también se corre el riesgo de que el Estado democrático y social de Derecho incumpla con la satisfacción de las necesidades colectivas.

La finalidad de las normas anti-elusivas hace necesario mejorar los factores de elaboración de estas, precisando conceptos jurídicos que pueden ser entendidos de forma variada según el ordenamiento jurídico de que se trate.

Así como es necesario mejorar las nociones jurídicas en la elaboración de las normas anti-elusivas, también se requiere que en su aplicación existan reglas de interpretación claras, procesos administrativos racionales y organismos jurisdiccionales especializados para las eventuales diferencias entre la Administración tributaria y los contribuyentes.

Un ámbito siempre árido es la determinación de las consecuencias jurídicas y fiscales como resultado de la aplicación de las normas anti-elusivas cuando ellas deban ser aplicadas con motivo de haber sido detectadas una o más situaciones elusivas (simulación, abuso de formas, abuso del derecho, fraude de ley). En este ámbito siempre se podrá mejorar la calidad de los criterios o motivos que incidan en la interpretación de las reglas aplicables.

El establecimiento de consejos o comisiones técnicas por la Administración Tributaria para definir en forma anticipada casos de elusión tributaria puede ser aconsejable como una medida transitoria; pero es una contradicción, ya que su sola existencia es manifestación de las debilidades del sistema jurídico para resolver las diferencias entre Administración y contribuyentes. Es un camino que provisoriamente resulta útil, pero las definiciones de operatorias elusivas no evitan que existan asesores o contribuyentes que busquen planificaciones fiscales agresivas que constituyan nuevas formas de elusión tributaria y que no fueron tenidas en consideración por los comités o comisiones técnicas consultivas. En la medida que se institucionalice la aplicación de las normas anti-elusivas generales, debería disminuir la tarea de dichas comisiones o consejos técnicos consultivos.

El legislador tributario también deberá establecer las atribuciones que tendrá el ente fiscalizador tributario para reunir antecedentes e investigar los actos indagados; y, además, deberá fijar un justo y racional procedimiento para que el contribuyente eventualmente elusor pueda hacer uso del principio de bilateralidad de la audiencia para que tenga una justa defensa.

Una vez concluido el procedimiento en sede administrativa, debe existir la posibilidad de accionar judicialmente ante un órgano jurisdiccional especializado (Tribunales Tributarios).

Ambos procedimientos (el administrativo y el jurisdiccional) deberán ser expeditos y concentrados y con plazos breves establecidos en la ley.

La necesidad de Tribunales Tributarios especializados deviene de las características técnicas, económicas y fiscales de las materias tributarias y de las formas de organización de una actividad económica.

Si la aplicación de las normas anti-elusivas quedara entregada a órganos puramente administrativos o a tribunales no especializados, ni los contribuyentes ni la fiscalidad podrían actuar con ciertas certidumbres, y las brechas para eludir aumentarían.

El diseño de las normas anti-elusivas, tal como lo he presentado, debe considerar el principio de buena fe en las relaciones y si se busca desvirtuarlo, la parte que así lo intente deberá allegar los elementos probatorios del caso.

Sin embargo, no se agota en esta arista el diseño de la norma anti-elusiva. Ya sea en sede administrativa o jurisdiccional, la aplicación de las normas jurídicas requiere de interpretación, y la interpretación de ellas precisa de directivas y principios que sean los fundamentos o motivos de las resoluciones que sean adoptadas.

Es decir, una norma jurídica anti-elusiva requiere un diseño que incluya la elaboración de la norma por el legislador tributario, con su contenido descriptivo, axiológico y dispositivo; y, en su faceta de aplicación, va a necesitar de interpretación y que esa interpretación esté instalada en un justo y racional procedimiento.

El encuadramiento jurídico de las normas anti-elusivas sigue siendo el camino más prudente para su aplicación, tal como lo ha sido para la aplicación de otras formas de persecución de la elusión fiscal, entendiendo, como lo hace Juan Calvo Vérgez, que el procedimiento elusivo puede gozar de una legitimidad formal que no garantiza la licitud del resultado.

En el caso de una norma general anti-elusiva, el legislador tributario construirá una descripción de los actos jurídicos o económicos que sean susceptibles de impedir el nacimiento de la obligación tributaria, y aquí ya nos encontramos con un problema: un acto jurídico o la combinación de algunos de ellos no son necesariamente realizados para eludir tributos. Por lo mismo, habrá que esperar a revisar el efecto de esa opción y compararlo con la posibilidad cierta (no eventual) de que con otra forma de desarrollo del modelo de negocios no se produzca el efecto elusivo.

Para concluir, algunas consideraciones que estimo pueden ser de cierta utilidad:

1.- La Administración tributaria debe aplicar las normas tributarias con el pleno respeto de las garantías ciudadanas para el ámbito tributario. Las normas anti-elusivas, debido a su carácter jurídico, también deben ser aplicadas en la forma recién señalada.

2.- Las normas anti-elusivas deben ser elaboradas dentro del ámbito del respeto y acatamiento del respectivo ordenamiento jurídico.

3.- El Estado de Derecho debe satisfacer los requerimientos de la sociedad democrática y propender a mejorar las reglas sobre recaudación tributaria. En el logro del objetivo anteriormente señalado, el Estado debe equilibrar de la mejor manera posible la aplicación del principio de legalidad y el respeto de la capacidad económica de los contribuyentes, para que tributen lo que corresponde, no más ni menos.

4.- Las normas anti-elusivas, atendido su carácter jurídico, requieren respetar una serie de principios. Para una razonable aplicación de esos principios y garantías, dentro del marco del justo y racional procedimiento, cobra importancia la interpretación de las normas tributarias en general y de las anti-elusivas en particular (especiales y generales), condición que motiva el análisis de los elementos interpretativos y, entre ellos, el de las directivas o criterios de selección.

5.- Un sistema de normas jurídicas anti-elusivas requiere analizar sus resultados y efectos para construir los criterios y directivas de interpretación que permitan la motivación o fundamentos jurídicos de las resoluciones que sean adoptadas por los organismos administrativos o por los órganos jurisdiccionales tributarios respecto a los casos que sean sometidos a su control o resolución. Sin embargo, las brechas elusivas que desaparezcan o que sean estrechadas darán lugar a nuevas fórmulas para eludir, por lo que el legislador tributario deberá revisar de manera frecuente el estado del sistema jurídico anti-elusivo para perfeccionarlo, tarea en la cual distintos entes técnicos y académicos podrán proveerlo de insumos para ese objetivo.

6.- En nuestra visión, el contribuyente también debe tener acción para recurrir ante los Tribunales Tributarios y Aduaneros solicitando, con carácter voluntario o no contencioso, la definición no elusiva de un esquema de organización económica.

El artículo 9° de la Ley 18.287 y las reglas de competencia judicial

El artículo 9° de la Ley 18.287 y las reglas de competencia judicial

Pablo Martínez Zúñiga[1]

A veces uno no elige los temas, sino que los temas lo eligen a uno. Es lo que me pasó cuando tropecé casualmente con el artículo 9° de la Ley 18.287. Sin duda, que en algún momento del ejercicio profesional me había topado con esta norma, pero vino a mi conciencia nuevamente, en una distendida conversación con una buena amiga de la época universitaria que ahora es directiva del Instituto que reúne en Chile a los jueces de policía local.  

En esta conversación, y extendiéndome una cordial invitación para participar en la convención que reuniría a estos magistrados en Coquimbo, a fines de agosto, me señaló que uno de los temas sobre los que existe profuso interés, es lo relativo al ámbito de aplicación del referido artículo en cuanto su extensión.

En particular respecto de la caducidad de la acción civil, a qué tipo de acciones aplicaba, sobre el cúmulo de procedimientos especiales y la reconducción de esas acciones en tribunales ordinarios. Luego, me disparó dos datos que calaron tan hondo como para reflexionar un par de semanas: “hay un fallo de la Corte Suprema que dice que es de aplicación general, pero hay Cortes que dicen lo contrario”.  Esto sin duda, conmovió mi lánguida tarde, y la llenó de curiosidad.

Intentaré en lo sucesivo producir algún borrador que aborde toda la problemática expresada en el párrafo precedente, pero por ahora, para efectos de esta columna, pretendo al menos opinar en torno a un problema muy concreto relativo al artículo 9°: ¿qué consecuencias competenciales se derivan de su restringida o extendida aplicación?

Recordemos su texto:

El Juez será competente para conocer de la acciónn civil, siempre que se interponga, oportunamente, dentro del procedimiento contravencional.

En los casos de accidentes del tránsito, la demanda civil deberá notificarse con tres días de anticipación al comparendo de contestación y prueba que se celebre. Si la notificación no se efectuare antes de dicho plazo, el actor civil podrá solicitar que se fije nuevo día y hora para el comparendo. En todo caso, el juez podrá, de oficio, fijar nuevo día y hora para el comparendo.

Si la demanda civil se presentare durante el transcurso del plazo de tres días que señala el inciso anterior, en el comparendo de contestación y prueba o con posterioridad a este, el juez no dará curso a dicha demanda.

Si deducida la demanda, no se hubiere notificado dentro del plazo de cuatro meses desde su ingreso, se tendrá por no presentada.

Si no se hubiere deducido demanda civil o esta fuere extemporánea o si habiéndose presentado no hubiere sido notificada dentro de plazo, podrá interponerse ante el juez ordinario que corresponda, después que se encuentre ejecutoriada la sentencia que condena al infractor, suspendiéndose la prescripción de la acción civil de indemnización durante el tiempo de sustanciación del proceso infraccional. Esta demanda se tramitará de acuerdo con las reglas del juicio sumario, sin que sea aplicable lo dispuesto en el artículo 681 del Código de Procedimiento Civil.”

El problema en sí surge, porque obviamente, las normas no son perfectas, pero sobre todo porque los Juzgados de Policía Local, juegan hace bastante un rol de depósito interminable de materias sobre las que conocen, y a las que, sin piedad, el legislador remite a través de normas de competencia. Esta conjunción de factores va tejiendo el problema.

A propósito de la exposición que estaba preparando, me correspondió la lectura de una sentencia de la Corte Suprema del año 2020, que revocando mediante recurso de casación una sentencia de la Corte de Apelaciones de Coyhaique, declaró que el artículo 9° inciso quinto de la Ley 18.287 no permitía reconducir a tribunales ordinarios una demanda civil por daños a propósito de un juicio de consumo, dado que concluir ello era, básicamente, alterar por una cuestión procedimental, reglas de competencia que fueron expresamente establecidas en la Ley 19.496.[2]

El fallo en comento efectúa declaraciones interesantes a la vez que contradictorias. Señala que la sanción de caducidad de la regla del artículo 9° contiene un ejemplo de carácter “casuístico” al referirse a las acciones civiles del tránsito, pero que en realidad no hay una restricción por especificidad en cuanto naturalezas.

Pues bien, con relación a los problemas competenciales, la Corte discurre sobre la idea de una superposición de procedimientos, aplicando el principio de especialidad legal:

“NOVENO: Que, no obstante, lo hasta aquí reflexionado, la sentencia cuestionada consideró que en virtud de la remisión supletoria que autoriza el artículo 50 B de la Ley N°19.496, resultaría aplicable en la especie el artículo 9 de la Ley N°18.287 sobre Procedimiento ante los Juzgados de Policía Local, y, siguiendo esa línea de razonamiento, los juzgadores de alzada arriban a la equivocada conclusión que la competencia se reconduciría a los tribunales ordinarios.

DÉCIMO: Que el raciocinio de la sentencia impugnada es errado toda vez que si bien el artículo 50 B de la Ley N°19.496 autoriza la supletoriedad de la Ley N°18.287, esta remisión es únicamente en lo no previsto por la Ley de Protección de Derechos del Consumidor. Y lo cierto es que las reglas de competencia fueron explícitamente previstas por la Ley N°19.496, no resultando atendible que la Ley N°18.287 modifique lo allí reglado, ni aun a pretexto del referido artículo 50 B, pues esta última norma autoriza una remisión supletoria solo en aquello no previsto. Dicho de otro modo, no resulta admisible que por efecto de una situación procedimental propia de la Ley N°18.287, se transgredan las reglas de competencia que expresamente estatuyó la Ley N°19.496”

Creo que existe un problema importante en considerar que es aplicable la sanción de caducidad y luego, dejar de aplicar el inciso quinto de la misma regla sobre reconducción de estas acciones a tribunales ordinarios.

            En el caso conocido por el máximo tribunal, la Corte entiende que el decaimiento de una demanda civil por daños en materia de consumo es posible, cuestión que posteriormente otras sentencias han corroborado, considerando el carácter meramente ejemplificativo de la expresión “En los casos de accidentes del tránsito”, y que permitiría acumular acciones derivados de otros marcos normativos, en tanto se trate de acciones interpuestas en cúmulo con pretensiones contravencionales[3].

Luego, una vez decaída por caducidad, nuestro máximo tribunal declara la imposibilidad de reconducir la demanda del actor ante tribunales ordinarios, como ya habíamos señalado argumentando en torno a reglas de competencia especiales.

Efectivamente, la Ley 19.496 establece una norma de competencia, de carácter, además, absoluta, conforme el factor “materia”, pues señala expresamente que los tribunales competentes son los Juzgados de Policía Local. Sin embargo, erra en mi opinión, al declarar posteriormente que se estaría vulnerando esta regla de competencia por una mera cuestión procedimental.

Una atenta lectura del artículo 108 del Código Orgánico de Tribunales, permite concluir como una cuestión de reserva legal, la dictación de normas de competencia judicial.  Solo la ley puede establecer normas de competencia[4], de hecho, esta regla baja al nivel legal la garantía de un justo y racional procedimiento, en la parte que se ha entendido comprensivo de un juez natural o predeterminado por la ley.

“La competencia es la facultad que tiene cada juez o tribunal para conocer de los negocios que la ley ha colocado dentro de la esfera de sus atribuciones”, dice la citada disposición legal.

Luego, no se trata de una alteración por cuestiones procedimentales de la Ley 18.287. En el inciso quinto del artículo 9° de la Ley 18.287 hay también una regla de competencia judicial, de carácter objetiva[5] o absoluta, determinada por el factor “materia”, que subordinada a ciertos supuestos de hecho, reconduce a otro juez, en la especie: el Juzgado de Letras en lo Civil.

Lo que ocurre, es que esta regla está en un estado de latencia, subordinada ante la especialidad de la Ley 19.496, que en su artículo 50 B, al establecer como jueces competentes a los jueces de policía local. Sin embargo, cumplidas dos condiciones, explícitamente establecidas por el artículo 9°, dicha competencia se altera y la latencia pasa a ser acto. A saber: a) que se presente una acción civil por daños, acumulada a un procedimiento contravencional por infracción a normas de la Ley 19.496 y b) que dicha acción civil haya devenido en ineficaz por caduca[6], al no notificarse dentro del plazo señalado en la ley (3 días antes del comparendo de estilo) o 4 meses después de presentarse.

Cumplidas dichas condiciones, estamos frente a una hipótesis de hecho diversa de la establecida en el artículo 50 B, que prima, por tratarse de una situación que incluso cronológicamente solo puede ocurrir después de que el juez de policía local admita a tramitación la demanda, conforme el mismo artículo 50 B. No hay dudas en todo caso, de que nunca podríamos intentar la acción por daños derivados de la relación de consumo directamente ante tribunales ordinarios, pues entonces si estaríamos infringiendo la regla especial de competencia absoluta, por factor materia, de la Ley 19.496.

Como dije, el objetivo en principio se logró, y sacié mi curiosidad, a la vez que capté cierta atención de la audiencia en la convención aquélla de los jueces de policía local. Quedo al debe eso sí, y me avocaré a ello en lo sucesivo, para abordar las otras aristas del problema. Espero que el 2025 permita ver la luz a algún borrador sobre el asunto.


[1] Prof. De Derecho Procesal, U. Católica del Norte, abogado por la U. de Concepción, Mg. en Derecho, U. Católica de Valparaíso y Dr. en Derecho por la U. Austral, Argentina. Miembro de la Red de investigadores en Derecho Procesal y del Instituto Chileno de Derecho Procesal.

[2] Corte Suprema, sentencia Rol 104.800 -2020, considerando 10°. 

[3] Por ejemplo, en este sentido: Corte de Apelaciones de Rancagua, Rol 167-2022 y Corte de Apelaciones de San Miguel, 207-2022, solo por mencionar algunos.

[4] Romero, Alejandro. Curso de Derecho Procesal Civil, Tomo II, 2ª Ed., 2014, Legal Publishing, Santiago, Chile.

[5] Montero, Juan, Colomer, Juan Luis y Baraona, Silvia. Derecho Jurisdiccional I, 15ª Ed., Tirant Lo Blanch, Valencia, 2007.

[6] Romero, Ob. Cit.