por Fernando Orellana Torres | Abr 21, 2025 | Editorial
Fernando Orellana Torres
Universidad Católica del Norte
Como lo escribimos hace muchos años atrás, esta acción constitucional, que emana de las facultades conservadoras de los tribunales de justicia, y que la Constitución establece en su artículo 21, señala expresamente que todo individuo que se hallare arrestado, detenido o preso con infracción de lo dispuesto en la Constitución o en las leyes, podrá ocurrir por sí, o por cualquiera a su nombre, a la magistratura que señale la ley, a fin de que ésta ordene que se guarden las formalidades legales y se adopten de inmediato las providencias que juzgue necesarias para restablecer el imperio del derecho y asegurar la debida protección del afectado. Esos tribunales podrán ordenar que el individuo sea traído a su presencia y su decreto será precisamente obedecido por todos los encargados de las cárceles o lugares de detención. Una vez instruidos de los antecedentes, el tribunal decretará su libertad inmediata o hará que se reparen los defectos legales o pondrá al individuo a disposición del juez competente, procediendo en todo breve y sumariamente, y corrigiendo por sí esos defectos o dando cuenta a quien corresponda para que los corrija. Esta acción, y en igual forma, podrá ser deducida en favor de toda persona que ilegalmente sufra cualquiera otra privación, perturbación o amenaza en su derecho a la libertad personal y seguridad individual. La respectiva magistratura dictará en tal caso las medidas indicadas en los incisos anteriores que estime conducentes para restablecer el imperio del derecho y asegurar la debida protección del afectado.
No hay duda de que, al tratarse de una acción contemplada en nuestra Carta Fundamental, la procedencia de esta acción cautelar en contra de una resolución judicial resulta, ante todo, excepcional, y no puede transformarse en un medio para sustituir los recursos jurisdiccionales que la legislación contempla para impugnar las decisiones dictadas en un proceso penal, menos aún, para trasgredir la regla del grado o jerarquía del artículo 110 del Código Orgánico de Tribunales (COT).
Sin embargo, hemos podido leer últimamente (en los años 2024 y 2025 según el servidor del Poder Judicial sobre buscador de jurisprudencia), en diversos fallos de Cortes de Apelaciones del país, que deben hacerse cargo de acciones de amparo deducidas contra resoluciones judiciales recaídas en procesos penales, ya sea de inadmisibilidad o de sentencias definitivas, pronunciadas por otras Cortes de Apelaciones, por la aplicación de la regla de subrogación del artículo 216 del COT.
Estamos frente a un abuso en la interposición del recurso o acción de amparo como medio de impugnación contra resoluciones judiciales que a nuestro juicio es ilegal, porque transgrede las normas procesales del Código Orgánico de Tribunales, pero además las normas del Código Procesal Penal que dedica un libro especial para los medios de impugnación, y debemos estar a esa regulación legal.
Ya la Corte Suprema lo dijo hace más de 10 años, pero al parecer la memoria es frágil, y debe volver a recordarse: “… semejante comprensión de la acción en análisis (recurso de amparo) supone la excepcionalidad de su procedencia si, como en el caso en análisis, se pretende atacar resoluciones dictadas por los tribunales de justicia en el ejercicio de sus competencias y de acuerdo al procedimiento fijado en la ley, sobre todo si éste contempla mecanismos de impugnación de lo resuelto y que permiten al tribunal designado por el ordenamiento jurídico procesal para la resolución de los recursos que se deduzcan, el máximo grado de conocimiento sobre los hechos, con el objeto de asegurar la sujeción de lo decidido al mérito del proceso y a la ley correspondiente”.
Estamos frente a un abuso procesal, porque si bien la acción de amparo procede en aquellos casos en que la libertad personal de una persona se vea amagada con infracción de lo dispuesto en la Constitución o en las leyes, con el fin preciso de que se ordene guardar las formalidades legales y se adopten de inmediato las providencias que se juzguen necesarias para restablecer el imperio del derecho, lo que se busca es la nueva revisión de una resolución judicial que ya ha sido objeto de una doble instancia (tribunal a quo y Corte de Apelaciones), para crear una nueva doble instancia (Corte de Apelaciones según subrogación y Corte Suprema), atentando contra la cosa juzgada.
Por lo tanto, si una resolución judicial que ha sido impugnada vía acción de amparo fue dictada previo debate de las partes en la vista del recurso, oyendo sus alegatos en los casos que la ley así lo exija, y estando la sentencia de la Corte suficientemente fundada, y encuadrándose dentro de las facultades propias de un tribunal de alzada, debe necesariamente desestimarse, es decir, desecharse.
Creo que la Corte Suprema debe poner “freno” a esta irregularidad que se ha vuelto una realidad en este último año; esperemos que así sea.
por Juan Antonio Nuñez Rojas | Mar 19, 2025 | Editorial
Juan Antonio Núñez Rojas
I. Introducción
La jurisprudencia complementa la ley escrita con interpretaciones adaptables, guiando a jueces y abogados. Este faro busca asegurar la coherencia del sistema legal. Permite que el derecho evolucione y se ajuste a los cambios sociales, abordando nuevas problemáticas.
En Chile, la jurisprudencia se consulta frecuentemente en la práctica procesal. Sin embargo, ¿siempre aporta claridad o genera incertidumbre jurídica? Esta columna explora cómo las decisiones judiciales han moldeado la práctica procesal chilena, actuando tanto como guía unificadora como fuente de incertidumbre.
II. ¿Qué es la jurisprudencia?
En esencia, la jurisprudencia es la interpretación del derecho que realizan los tribunales a través de sus sentencias. Piénsela como una fuente «material» del derecho, que nos orienta sobre cómo aplicar las normas. Su importancia varía según el sistema legal.
- En los sistemas de «common law», como en Estados Unidos o Reino Unido, el principio de «stare decisis» les da a las decisiones de los tribunales superiores un peso casi igual al de la ley, obligando a los jueces inferiores a seguirlas.
- En los sistemas de «civil law», como el chileno, la ley escrita es la reina, y la jurisprudencia principalmente orienta la interpretación. Solo en casos muy especiales, como ciertas decisiones del Tribunal Constitucional o la Corte Suprema, las decisiones judiciales son obligatorias para todos; en general, su valor es más persuasivo.
En Chile, la jurisprudencia no es oficialmente una fuente del derecho en el sentido estricto. El Código Civil, en su artículo 3°, establece que las sentencias judiciales solo son obligatorias para el caso específico en que se dictan. Esto busca asegurar que la ley tenga primacía sobre las decisiones judiciales, evitando un sistema de precedentes obligatorios.
A pesar de esto, la jurisprudencia tiene un gran peso en la práctica. Los «criterios reiterados» o «jurisprudencia constante» (decisiones concordantes en muchos fallos) son considerados guías confiables por los tribunales para resolver casos similares. En otras palabras, aunque no es obligatoria por ley, la jurisprudencia actúa como una guía interpretativa importante en el día a día de los tribunales chilenos.
Es crucial distinguir entre la «jurisprudencia vinculante» (precedentes obligatorios) y la «jurisprudencia no vinculante» (que solo orienta). En Chile, predomina la segunda, con algunas excepciones legales para ciertas decisiones de tribunales superiores.
III. La jurisprudencia como factor unificador
Más allá de la teoría, la jurisprudencia ha jugado un papel unificador en el derecho procesal chileno. La coherencia en las decisiones judiciales asegura que casos similares se resuelvan de manera parecida, fortaleciendo la igualdad ante la ley. La Corte Suprema, por ejemplo, ha desarrollado líneas jurisprudenciales sólidas en temas procesales claves, como el derecho al debido proceso y la tutela judicial efectiva, guiando a los tribunales inferiores. Estos criterios uniformes permiten que los actores del sistema legal tengan una idea clara de cómo se interpretarán ciertas normas, dando coherencia y certeza al sistema.
Los abogados con mucha frecuencia utilizamos estas decisiones previas para fundamentar nuestros argumentos, confiando en que los tribunales mantendrán los criterios establecidos en casos análogos. Así, la jurisprudencia actúa como una guía que evita interpretaciones diferentes que podrían socavar la confianza en la justicia.
En las últimas décadas, el legislador chileno ha identificado la importancia de la jurisprudencia como factor de unificación mediante reformas procesales. Se han redefinido los recursos ante la Corte Suprema para fomentar una jurisprudencia más consistente en todo el país. Por ejemplo, el «recurso de unificación de jurisprudencia laboral» de 2008, exclusivo de la Corte Suprema, resuelve diferencias de interpretación judicial en derecho laboral y garantiza resultados uniformes en casos similares, independientemente del tribunal que los juzgue.
En el proceso penal, el nuevo Código Procesal Penal (vigente desde 2000) introdujo el «recurso de nulidad», que permite a la Corte Suprema intervenir cuando hay interpretaciones diferentes sobre la misma materia de derecho. Incluso en el ámbito civil, una reforma de 1995 al recurso de casación permite que el pleno de la Corte Suprema resuelva asuntos donde se alegue la existencia de criterios contradictorios dentro de la misma Corte.
Todos estos cambios tienen un objetivo común: fortalecer el papel de la Corte Suprema como unificador de la jurisprudencia nacional, corrigiendo las diferencias interpretativas y reafirmando la coherencia del sistema legal.
Los beneficios de esta unificación son evidentes. Por ejemplo, el recurso de unificación laboral ayudó a establecer una línea jurisprudencial consistente en derecho del trabajo, dando claridad a empleadores y trabajadores. Aunque la orientación inicial de esta jurisprudencia fue criticada, logró eliminar las contradicciones entre las distintas Cortes de Apelaciones.
En general, cuando la Corte Suprema establece un criterio claro, ya sea a través de un fallo destacado o de una serie de sentencias coherentes, facilita el trabajo de los tribunales inferiores, que encuentran en esa doctrina una referencia estable. De esta manera, la jurisprudencia integra el sistema procesal, unifica la interpretación de la ley, reduce la incertidumbre y refuerza la seguridad jurídica. En resumen, la jurisprudencia en Chile ha demostrado su capacidad para fortalecer la coherencia del derecho, actuando como guía confiable para el sistema judicial.
IV. Dilemas interpretativos generados por la jurisprudencia
A pesar de sus aspectos positivos, la jurisprudencia también plantea desafíos y genera dilemas interpretativos en Chile. Uno de ellos surge cuando existen «jurisprudencias contradictorias» sobre el mismo tema legal. Dado que las sentencias no son obligatorias para otros tribunales, pueden surgir interpretaciones diferentes en distintas Cortes o incluso dentro de la misma Corte. Antes de las reformas unificadoras, era común que dos Cortes de Apelaciones emitieran fallos opuestos en casos idénticos, generando confusión sobre la interpretación correcta. Incluso la Corte Suprema ha tenido divisiones internas, con diferentes Salas sosteniendo criterios discrepantes en materias civiles o penales, lo que ha requerido la intervención del pleno para establecer una posición única.
La coexistencia de fallos contradictorios debilita la certeza jurídica, ya que ni los ciudadanos ni los operadores legales pueden prever con seguridad cómo se aplicará la norma en sus casos hasta que se resuelva la controversia interpretativa.
Otra fuente de incertidumbre es la «evolución jurisprudencial» a lo largo del tiempo. Si bien la capacidad de cambio es una fortaleza del derecho, permitiendo corregir errores o adaptarse a nuevas realidades, también puede generar inestabilidad en las interpretaciones. Un ejemplo de esto se vio en la jurisprudencia laboral unificada, donde la Corte Suprema modificó significativamente su enfoque después de algunos años, generando una nueva línea jurisprudencial. Este cambio, aunque responda a nuevas visiones o circunstancias, afecta la predictibilidad que se había logrado, requiriendo un período de adaptación para los tribunales inferiores y las partes involucradas.
Lo anterior plantea la pregunta de cuánto se debe respetar un precedente para mantener la coherencia, y cuándo es válido apartarse de él para corregir injusticias o actualizar la interpretación. La falta de reglas claras sobre el valor del precedente en Chile agrava este dilema. Al no existir un principio formal de «stare decisis», cada tribunal tiene la libertad de seguir o no la jurisprudencia existente, lo que puede llevar a decisiones divergentes.
Estos conflictos interpretativos han sido reconocidos por la doctrina y el legislador, como se evidencia en la adopción de recursos extraordinarios de unificación, que buscan corregir la dispersión jurisprudencial. Sin embargo, estos mecanismos no siempre han logrado eliminar por completo las inconsistencias interpretativas. En algunos casos, los tribunales superiores continúan emitiendo fallos con fundamentos y alcances diferentes, lo que obliga a litigar hasta las últimas instancias para obtener claridad. Además, la posibilidad de que la Corte Suprema cambie su propio criterio genera incertidumbre, ya que una decisión establecida durante años puede ser revertida por una nueva composición de ministros, sorprendiendo a quienes confiaban en el precedente anterior.
En resumen, la jurisprudencia chilena actual se debate entre la búsqueda de uniformidad y el respeto por la independencia judicial de cada juez para interpretar la ley. Esta tensión plantea dilemas prácticos: ¿debe un juez inferior seguir una decisión anterior de la Corte Suprema si no está de acuerdo con ella? ¿Debe la Corte Suprema priorizar la estabilidad de sus decisiones o puede innovar libremente? La falta de un marco legal vinculante para el precedente deja estas preguntas sin respuesta clara, generando incertidumbre en la práctica procesal y debates entre los expertos en derecho.
V. Evolución histórica y perspectivas
La forma en que se considera la jurisprudencia en el sistema legal chileno ha cambiado significativamente desde el siglo XIX hasta hoy. En los inicios de la República, influenciados por la Ilustración y el modelo francés, predominaba una visión «legalista» estricta. La ley escrita, creada por el legislador, era la fuente principal del derecho, y el papel del juez se limitaba a aplicar automáticamente la norma general a cada caso.
El Código Civil de 1855 reflejó esta filosofía, definiendo la ley y omitiendo cualquier reconocimiento del precedente judicial como creador de derecho. El artículo 3° estableció la regla de que las sentencias solo tienen efecto para las partes del caso, confirmando que la jurisprudencia no es una fuente formal del derecho en Chile. El artículo 1437 del mismo código, al enumerar las fuentes de las obligaciones, no menciona la jurisprudencia, reforzando la idea de que la creación de normas recae únicamente en la ley, la voluntad de las partes y, en segundo lugar, la costumbre.
Sin embargo, a medida que avanzaba el siglo XX, la práctica judicial y la doctrina comenzaron a modificar esta postura rígida. Los jueces, al enfrentarse a vacíos legales o textos poco claros, empezaron a apoyarse cada vez más en decisiones anteriores para fundamentar sus fallos, generando una jurisprudencia gradual en ciertos temas. La Corte Suprema, aunque formalmente no estaba obligada por sus propios precedentes, fue desarrollando doctrinas jurisprudenciales en materia civil, penal y constitucional, que se volvieron muy persuasivas.
Hacia finales del siglo XX, con la creciente complejidad de las leyes, se hizo evidente la necesidad de uniformidad en la interpretación para garantizar la seguridad jurídica. En este contexto, surgieron las primeras reformas legales para dar a la jurisprudencia un papel más importante. La reforma de 1995 a la casación civil, la adopción del nuevo Código Procesal Penal en 2000 y la reforma laboral de 2008 introdujeron explícitamente el criterio de resolver conflictos legales considerando la existencia de jurisprudencia contradictoria. Se empezó a vislumbrar un cambio desde una teoría donde solo la ley obligaba hacia una concepción más gradualista, donde el precedente judicial podía adquirir diferentes grados de autoridad.
En la actualidad, Chile se encuentra en un punto intermedio de esta evolución. Por un lado, se mantiene formalmente la tradición romano-civilista que niega fuerza vinculante general a las sentencias (el artículo 3° del Código Civil sigue vigente). Pero, por otro lado, en la práctica procesal diaria, la influencia de la jurisprudencia es innegable y va en aumento.
A nivel legislativo, el proyecto de Nuevo Código Procesal Civil (en discusión desde 2009) propone la creación de un «recurso extraordinario»… Veremos si dicho recurso siquiera alcanzamos a utilizarlo.
por Marcelo Alarcón Hermosilla, Constanza Pinto Jugo | Ene 23, 2025 | Editorial
El 30 de junio de 2022 entró en vigencia la Ley Nro. 21.461, conocida también como la ley “Devuélveme mi casa”, la cual vino a modificar la Ley Nro. 18.101, sobre arrendamiento de predios urbanos, incorporando una medida precautoria – o más bien una manifestación de tutela anticipada- de restitución anticipada de inmuebles y estableciendo un procedimiento especial monitorio de cobro de rentas de arrendamiento.
Como el título de la misma lo sugiere, la dictación de la Ley Nro. 21.461 tuvo como objetivo principal dar solución a problemas habitacionales, por culpa de los arrendatarios que no cumplen con sus obligaciones de pago, utilizan los inmuebles para fines no previstos o los ocupan sin título alguno,[1] a través de la nueva medida precautoria. Además, mediante la creación del procedimiento monitorio, se brindó a los arrendadores de una herramienta más rápida y eficaz para el cobro de rentas de arrendamiento, gastos comunes y servicios básicos adeudados.
Si bien la aplicación de las nuevas normas en materia de arrendamiento no ha estado exenta de críticas, el impacto de la Ley Nro. 21.461 en sus dos primeros años de vigencia ha sido significativo, y no sólo en el ámbito puramente habitacional.
La experiencia muestra que las nuevas herramientas de la Ley Nro. 21.461 han sido ampliamente utilizadas tanto en el ámbito habitacional como en el comercial, permitiendo a los propietarios y empresas conseguir el pago de las rentas y desalojar a los arrendatarios morosos en corto tiempo. A modo de ejemplo, si bien el título sugerente de ley “Devuélveme mi casa”, haría pensar que las nuevas normas sólo aplican respecto de arriendo con fines residenciales, lo cierto es que aplican también al arriendo de bodegas industriales, y una empresa podría obtener rápidamente el desalojo de otra empresa arrendataria morosa.
En este sentido, con anterioridad a la Ley Nro. 21.461, los arrendadores que iniciaban procedimientos judiciales en contra de los deudores morosos se demoraban entre 7 y 8 meses en lograr el lanzamiento del arrendatario y los demás ocupantes del inmueble con el auxilio de la fuerza pública, [2] lo que implicaba un desgaste notorio en materia de recursos y tiempo.
Así, los arrendadores afectados no solamente tenían que lidiar la ocupación indebida de los arrendatarios morosos de sus inmuebles, sino también con la pérdida de ingresos por arrendamiento durante ese período (entre 7 y 8 meses de duración del procedimiento judicial). Con el nuevo procedimiento monitorio estos tiempos se han reducido considerablemente, lo cual se manifiesta en un aumento considerable en el número de procedimientos iniciados ante los tribunales civiles en materia de arrendamiento de predios urbanos.
Dentro del periodo comprendido entre el 1 de julio de 2022 y el 31 de diciembre de 2023, se ingresaron un total de 21.162 causas en materia de arrendamiento de predios urbanos, de las cuales un 68,6% corresponden al procedimiento monitorio de cobro de rentas de arrendamiento. [3] Por su parte, en lo que respecta al año 2024, hasta el 30 de diciembre de 2024, se ingresaron aproximadamente 5.247 demandas por este procedimiento especial.[4]
En cuanto a los tiempos para obtener el desalojo del deudor moroso, por aplicación de lo dispuesto en el nuevo artículo 18-C de la Ley Nro. 18.101,[5] el promedio entre el ingreso de la causa y la resolución que ordena el lanzamiento del deudor moroso es de 104 días, [6] esto es menos de la mitad de los meses demoraba el lanzamiento antes de la entrada en vigencia de la Ley Nro. 21.461.
Así las cosas, a pesar de las complejidades en su aplicación, las estadísticas demuestran que la Ley Nro. 21.461 ha logrado su cometido en corto plazo, y representa una herramienta sólida en contra del arrendatario moroso u ocupante ilegítimo, que excede lo puramente habitacional. Ha permitido a personas naturales y empresas recuperar sus inmuebles de manera más rápida y eficaz frente a los incumplimientos de sus arrendatarios, siendo un paso importante para fortalecer los derechos de los propietarios y mejorar el sistema de arrendamiento en Chile.
[1] Biblioteca del Congreso Nacional de Chile. “Historia de la Ley 21.461. Incorpora medida precautoria de restitución anticipada de inmuebles y establece procedimiento monitorio de cobro de rentas de arrendamiento”, disponible en: https://www.bcn.cl/historiadelaley/historia-de-la-ley/vista-expandida/8022/. Ultima visita: 13/01/2025.
[2] Biblioteca del Congreso Nacional de Chile. “Historia de la Ley 21.461. Incorpora medida precautoria de restitución anticipada de inmuebles y establece procedimiento monitorio de cobro de rentas de arrendamiento”, disponible en: https://www.bcn.cl/historiadelaley/historia-de-la-ley/vista-expandida/8022/. Ultima visita: 23/12/2024.
[3] Poder Judicial, “Boletín estadístico N°2: “Ley 21.461: Incorpora medida precautoria de restitución anticipada de inmuebles y establece procedimiento monitorio de cobro de rentas de arrendamiento en Tribunales de primera instancia”, Junio 2024. Página 3.
[4] Poder Judicial en números: https://numeros.pjud.cl/Competencias/Civil#Ingresos. Última Visita: 30/12/2024.
[5] De conformidad al artículo 18-C de la Ley 18.101, en el evento que el deudor no pague, no comparezca ni formule oposición se le tendrá por condenado al pago de la obligación reclamada y dispondrá su lanzamiento y el de los otros ocupantes del inmueble en el plazo no superior a 10 días.
[6] Poder Judicial, “Boletín estadístico N°2: “Ley 21.461: Incorpora medida precautoria de restitución anticipada de inmuebles y establece procedimiento monitorio de cobro de rentas de arrendamiento en Tribunales de primera instancia”, Junio 2024. Página 9.
por Francisco Cerda Buxton | Dic 18, 2024 | Editorial
Francisco Cerda Buxton[1]
Prácticamente cada semana podemos encontrar en distintos medios de comunicación la desagradable noticia de un nuevo caso de corrupción. Desde el mediático “Caso Audios”, el Ministerio Público ha enfrentado la compleja tarea de desentrañar las principales aristas de toda una red orquestada para cometer delitos y pagar favores de distinta índole que involucra no solo a policías, grandes empresarios y políticos, sino también a jueces y fiscales. Aun cuando Chile no era percibido por la opinión pública como un país particularmente corrupto —más por comparación con nuestros vecinos que por mérito propio—, parece haberse abierto la caja de Pandora y solo el tiempo revelará las verdaderas dimensiones y repercusiones que tendrá este delicado panorama[2].
El origen de dicho declive institucional puede situarse en una grabación subrepticia realizada por la abogada Leonarda Villalobos, en la que se registran una serie de conversaciones mantenidas con el también abogado Luis Hermosilla y el empresario Daniel Sauer, donde reconocen la comisión de una serie de delitos. Ante su filtración en noviembre del año pasado, surgió el debate público sobre su licitud y potencial utilización en juicio. Destacados académicos y abogados litigantes han dado su opinión al respecto con los antecedentes disponibles hasta el momento, y un sector mayoritario se inclina por considerar lícita la grabación, al haber sido realizada por uno de los participantes y no por terceros[3]. Más allá de estar de acuerdo con esta preliminar conclusión, me ha surgido la siguiente interrogante: ¿y si las grabaciones fueran ilícitas?
No me referiré específicamente al comentado caso. Solo aprovecharé la oportunidad para reflexionar sobre algunas cuestiones relacionadas con la validez de las pruebas ilícitas y, en particular, su admisión y valoración en casos de corrupción. Los delitos cometidos en estos escenarios nos ofrecen una interesante perspectiva para revisar el actual estado de la ilicitud probatoria en los procesos penales y las consecuencias que podría tener en la sociedad una aplicación estricta de la regla de exclusión.
Como preámbulo, es difícil rebatir que los delitos de esta naturaleza acarrean serias consecuencias para la estructura social. Estas van desde la afectación al desarrollo económico del país hasta la disminución y pérdida de la confianza en las instituciones públicas, lo que compromete también la figura del Estado de Derecho. Los delitos de corrupción se caracterizan por involucrar a sujetos que ocupan una cierta posición de poder y que, aprovechándose de ese estatus privilegiado, promueven la comisión de actos ilícitos. El reservado escenario en el cual se desarrollan estas actividades delictivas conlleva serias dificultades para acceder a información y fuentes de prueba, e incluso puede imposibilitar la obtención de elementos probatorios indispensables para iniciar y sostener investigaciones orientadas a identificar a los verdaderos responsables. De hecho, en asuntos de esta especie, los involucrados suelen ocultar y destruir pruebas de sus actividades ilícitas para evitar ser descubiertos.
Si tenemos a la vista estas circunstancias, la exclusión de pruebas obtenidas con “inobservancia de garantías fundamentales” representa un sacrificio epistemológico bastante elevado para procedimientos iniciados por la supuesta comisión de delitos de corrupción. En el caso de que se aplicara rigurosamente la regla de exclusión de pruebas ilícitas establecida en el artículo 276 del Código Procesal Penal, con el propósito de proteger los derechos fundamentales del imputado, considero que las desventajas que presenta una decisión de este tipo superan con creces sus beneficios. Antes de que se me acuse de populista, de defender un activismo judicial descontrolado o de propugnar un retorno a ardides propios de un sistema inquisitivo, expondré a continuación algunos puntos para justificar mi posición.
En primer lugar, el conflicto subyacente en la institución de la ilicitud probatoria se ha presentado tradicionalmente como un antagonismo entre la búsqueda o averiguación de la verdad en los procesos judiciales y la protección de los derechos fundamentales. Sin perjuicio de que creo necesario replantear esta relación antitética por varias razones, el enunciado “la verdad no puede obtenerse a cualquier precio”, predicado casi como un dogma, me parece una aproximación anacrónica al problema, especialmente en delitos de máxima gravedad, como los de corrupción.
La verdad, en sí misma, constituye un valor merecedor de protección en los ordenamientos de distintas culturas jurídicas, ya sea por cuestiones de naturaleza moral, social o política[4]. En los procesos judiciales representa un fin funcional que permite el cumplimiento de otros fines relevantes, como la correcta aplicación del Derecho y la justicia de la decisión[5], por lo que no puede desatenderse su importancia en el ejercicio de la función jurisdiccional. Dadas las severas repercusiones que tienen los delitos de corrupción, resulta inevitable y justificada la exposición de los hechos a la comunidad y, consecuentemente, los ciudadanos se forman una opinión respecto a la participación de los involucrados. Si se excluyen pruebas ilícitas pertinentes y útiles por su origen antijurídico, y ello conduce a la absolución de los materialmente culpables, pasando por alto cómo ocurrieron los hechos en la realidad, no solo se resiente el proceso como instrumento de resolución de conflictos, sino que la imagen de la Administración de Justicia queda profundamente dañada ante la colectividad.
Sobre todo, por el hecho de que las injerencias ilegales realizadas para obtener evidencias en este tipo de situaciones, en su mayoría, se refieren a afectaciones del derecho a la privacidad o intimidad de las personas —en un sentido amplio— que no resultan particularmente invasivas. La posición de poder en la que se encuentran los imputados en esta clase de delitos hace poco probable que se presenten casos extremos de violación de derechos fundamentales, como la aplicación de torturas o tratos inhumanos o degradantes para conseguir una confesión, declaraciones obtenidas sin la debida asistencia letrada o vulneraciones del derecho a guardar silencio. Su alta formación profesional, estrato social, influencias y recursos económicos hacen difícil imaginar que reciban un trato equiparable al de la generalidad de los investigados en el proceso penal. Si bien es cierto que la regla de exclusión de pruebas ilícitas constituye un baluarte de las democracias modernas contra el abuso del poder estatal, las singulares condiciones de los sujetos imputados en delitos de corrupción invitan a cuestionar, cuando menos, la desigualdad que se predica entre el Estado y el individuo en la justicia penal —ya sea por formar parte del mismo o por contar con recursos económicos y profesionales similares— y la aplicación mecanicista de la norma de exclusión.
Por otro lado, la ilicitud probatoria ha experimentado un progresivo debilitamiento, deconstrucción, desarticulación o, como prefiero denominarlo, reformulación, en distintos ordenamientos jurídicos. Esta tendencia, influenciada principalmente por la jurisprudencia de la Supreme Court de Estados Unidos, pretende dar cuenta, mediante la creación de una serie de excepciones a la regla general de suprimir pruebas ilícitas, de los altos costos que representa para el sistema judicial la pérdida de elementos probatorios. En concreto, la posibilidad de que no sea aplicado el Derecho penal debido a la exclusión de pruebas relevantes y la consecuente absolución de los materialmente culpables, pueden presentarse como una reacción desproporcionada que, más allá de una aparente protección de los derechos fundamentales, se convierte en un verdadero salvavidas para los autores de delitos de corrupción.
Nuestra Corte Suprema no ha sido ajena a esta tendencia y ha reconocido algunas excepciones, tales como la fuente independiente, el descubrimiento inevitable, el vínculo causal atenuado y la buena fe policial[6]. Por lo general, su aplicación se produce en delitos considerados como de mayor gravedad para la sociedad, siendo una práctica relativamente frecuente en casos de tenencia y porte de armas, tráfico de drogas y homicidios. Así, surge la legítima duda de si, tanto jueces como tribunales, en vista de la magnitud de las cifras comprometidas, el impacto en la percepción de las instituciones públicas y la situación de poder en la que se encuentran los investigados por delitos de corrupción, harán uso de estas excepciones para admitir y valorar elementos probatorios ilícitamente obtenidos.
Una interpretación flexible de la regla de exclusión, mediante la correcta aplicación de las excepciones antes mencionadas y/o reconociendo discrecionalidad al órgano jurisdiccional para efectuar un ejercicio de ponderación, como se ha optado en otros sistemas jurídicos, permitiría equilibrar los distintos valores, intereses y derechos enfrentados en delitos de corrupción, y recuperar así la tan debilitada imagen que nuestra institucionalidad proyecta hacia la ciudadanía. Solo en casos graves de violación de derechos fundamentales debería aplicarse la norma de exclusión, pues, como se ha señalado, la supresión de elementos ilícitos representa un considerable sacrificio epistemológico que tiene repercusiones que van más allá de la situación jurídica de los intervinientes.
El imperativo ético de combatir la corrupción, el interés superior de hacer justicia en casos especialmente complejos y sensibles y la legitimidad del sistema judicial aconsejan escapar de soluciones rígidas y automatizadas en supuestos de ilicitud probatoria. Desde luego, esto no significa defender una vía libre a la ilegalidad, sino solo adoptar una visión más pragmática frente a un problema que compromete la credibilidad e imagen de todos los poderes del Estado. Aunque es cierto que la verdad no puede obtenerse a cualquier precio, parece indiscutible que, en los casos de corrupción, el precio de no alcanzarla —impunidad de los responsables y menoscabo del Estado de Derecho— representa un costo que nuestra sociedad no puede permitirse, salvo en casos muy excepcionales. Conceptos jurídicos como flexibilidad, proporcionalidad y ponderación, que suponen un análisis cuidadoso y particular de cada supuesto de ilicitud probatoria, permitirían abordar de mejor manera esta encrucijada y recuperar la tan debilitada confianza en nuestras instituciones.
[1] Abogado, Universidad de Valparaíso. Doctor (c) en Derecho, Ciencia Política y Criminología, Universidad de Valencia.
[2] Hace pocos días, la Contraloría General de la República dio a conocer los resultados de la encuesta ¿Qué piensas de la corrupción en Chile?, en la cual 72,22% de los encuestados calificó a Chile como un país bastante o totalmente corrupto. Véase: https://www.contraloria.cl/portalweb/web/cgr/-/resulltadoencuesta-corrupcion-chile
[3] Véase: https://radio.uchile.cl/2023/11/16/abogados-retrucan-a-hermosilla-grabacion-es-licita-y-puede-ser-usada-en-juicio/
[4] Al respecto, véase: Taruffo, M., Simplemente la verdad. El juez y la construcción de los hechos, Marcial Pons, Madrid, 2010, pp. 109-114.
[5] Sin pretensión de exhaustividad, véanse: Taruffo, M., “Algunas consideraciones sobre la relación entre prueba y verdad”, Discusiones, n.° 3, 2003, pp. 28-29; Laudan, L., Verdad, error y proceso penal, Marcial Pons, Madrid, 2013, pp. 22-23; Anderson, T., Schum, D., Twining, W., Análisis de la prueba, Marcial Pons, Madrid, 2015, pp. 116-117; Pastore, B., “Verità e «giusto proceso»», Annali dell’Università di Ferrara, 19, 2005, pp. 19 y ss.; Tuzet, G., Filosofía de la prueba jurídica, Marcial Pons, Madrid, 2019, p. 97.
[6] Véanse, respectivamente: Corte Suprema, rol Nº 14.781-2015, de 3 de noviembre de 2015; Corte Suprema, rol Nº 73.899-2016, de 1 de diciembre de 2016; Corte Suprema, rol Nº 42.335-2017, de 28 de diciembre de 2017; Corte Suprema, rol Nº 23.300-2018, de 4 de diciembre de 2018.
por Carlos Reusser M. | Nov 18, 2024 | Editorial |
Carlos Reusser Monsálvez
Doctor en Derecho, Universidad de Salamanca
Profesor, Universidad Alberto Hurtado
No es nada novedoso afirmar que la era digital ha transformado radicalmente las formas en que interactuamos, trabajamos y resolvemos los conflictos. Ahí están, sin ir más lejos, los sistemas automatizados de resolución de disputas de eBay o de Airbnb, funcionando todos los días del año y a un costo marginal despreciable.
Pero en el ámbito judicial, uno de los mayores desafíos es adaptar los sistemas probatorios al avance de la tecnología, especialmente con el surgimiento del “Internet de las Cosas” (IoT).
Este fenómeno, que conecta dispositivos como teléfonos móviles, sensores de movimiento y electrodomésticos inteligentes, representa una fuente inexplorada de pruebas en el ámbito civil, donde jueces y abogados se ven confrontados con la dificultad de incorporar la información al procedimiento y valorar las nuevas evidencias.
El IoT funciona como una red interconectada de dispositivos que recopilan y transmiten datos en tiempo real, desde termostatos y relojes inteligentes hasta dispositivos médicos insertos en el cuerpo humano. Estos dispositivos registran información valiosa que podría resultar de interés en un litigio, como la ubicación de las personas y objetos, los patrones de movimiento en espacios públicos o privados o el nivel de azúcar en la sangre.
Por supuesto, es muy legítimo preguntarse si estos registros, generados sin la intervención humana, pueden ser considerados pruebas válidas. Por ejemplo, ¿puede la grabación de un dispositivo de seguridad inteligente servir como prueba de una infracción contractual o de una negligencia?
El tema de fondo es que ya no estamos hablando de casos excepcionales o de laboratorio, sobre todo si consideramos que actualmente nos encontramos inmersos en una “Sociedad de la Vigilancia” que, atenazada por las demandas sociales de seguridad pública, no hace más que fortalecerse día a día.
Desde luego que el concepto de “Sociedad de la Vigilancia” no es nuevo. Ya en 1975, Michel Foucault reflexionaba sobre la vigilancia estatal y su influencia en la conducta humana. En la actualidad, esta vigilancia se ha expandido al ámbito digital.
Los dispositivos IoT, presentes en los hogares, lugares de trabajo y espacios públicos, registran datos que podrían constituir pruebas relevantes. Sin embargo, el uso de esta información plantea muchas interrogantes, particularmente en el ámbito de los procedimientos civiles ideados en el siglo XIX, que se enfrentan a la necesidad urgente de actualizar sus normativas (y casi todo lo demás), en especial cuando esta tecnología es capaz de proporcionar evidencia confiable, objetiva y sin sesgos.
Ahora bien, uno de los principales desafíos del IoT en el proceso civil es determinar la naturaleza jurídica de los datos generados por los dispositivos y la forma adecuada de introducirlos a juicio. ¿Son documentos digitales? ¿Son testimonios? ¿Requieren del estudio de un perito?
Si decimos la verdad, tendríamos que reconocer que, dado el vertiginoso desarrollo de la técnica, los jueces ya no están capacitados para interpretar datos técnicos complejos y necesitan la asistencia de expertos en IoT y seguridad digital para evaluar la evidencia. En este contexto, los peritos son responsables de traducir los datos del IoT en información accesible y comprensible para el tribunal.
Pero el drama real es que, a pesar de las explicaciones, ordinariamente los jueces no entenderán nada y sencillamente se irán a las conclusiones del informe pericial para dar por sentado lo que allí se dice. Y, si hay más de un informe pericial y estos se contradicen, el asunto irá a peor. Por supuesto que, eventualmente, se podría recurrir a un tercer perito, pero a esas alturas el establecimiento de los hechos no será distinguible de una votación democrática.
Y en ese contexto, dado que el juez no puede renunciar a establecer los hechos del caso, la opción que le queda es realizar un auténtico acto de fe, y apostar por cuál perito es el que le parece que está en lo correcto, sin ningún elemento objetivo que respalde su decisión.
Sin embargo, existen otras opciones, poco exploradas todavía, pero disponibles: formar a los jueces no en tecnologías, sino en la manera adecuada en que debe llevarse adelante un peritaje tecnológico. Y no debería ser difícil, pues hace mucho que existen normas técnicas internacionales que regulan el manejo de pruebas digitales, como la ISO/IEC 27037:2012 y la ISO/IEC 27042:2015, que establecen criterios sobre la recopilación, preservación e interpretación de pruebas electrónicas.
Como consecuencia, un juez diligente igualmente no estará en posición de determinar cómo ocurrieron los hechos cuando las pruebas han sido registradas por dispositivos de Internet de las Cosas, pero tendrá razones fundadas y objetivas para creer o no la versión de los hechos que le presenta un perito.
En un futuro cercano, el uso de IoT en los procedimientos civiles podría ser tan común como la prueba documental tradicional. No obstante, para que esta transición sea efectiva, no sólo es importante un buen marco regulatorio, sino también que los jueces sean capaces de determinar, por sí mismos, cuándo un peritaje es fiable y cuándo no lo es.
Los datos de los dispositivos IoT serán una oportunidad para mejorar el acceso a la verdad, pero sólo si los sistemas judiciales logran adaptarse. Al final, el objetivo es que la justicia siga siendo ciega, pero no desconectada del mundo digital que, en forma inexorable, ya es parte del mundo real.
por Diego Palomo | Nov 5, 2024 | Editorial |
Pareciera que el estado actual de cosas consolida un dicho: “cuidado con el abogado”, que solo sería experto en artimañas y corruptelas.
WhatsApp y el caso Hermosilla fue un terremoto 9.9, del cual aún hay réplicas fuertes.
Vale la pena traer a colación que cuando sale la pasta de dientes del tubo ya no vuelve a entrar, es un dato obvio: inténtelo. Me parece una metáfora muy acertada, ya que, junto con asumir las consecuencias de este mega descalabro, debemos intentar volver la pasta al tubo (institucionalidad), con más imaginación, con más trabajo duro, decencia, independencia, responsabilidad y ética (legal ethics).
Y la verdad, esto de cuidado con el abogado viene desde mitad del siglo XIX, siendo un punto muy relevante la normativa de Klein en Austria, bajo un new deal procesal que pone en los hombros de los jueces la carga de salvar los papeles de una justicia lenta y de propiedad de las partes. Todo de la mano de la oralidad y sus marcas y del surgimiento de la publicitación, en donde se les dio a jueces y juezas muchísimos poderes procedimentales y materiales.
El siglo XX se mueve entre la aspiración de mayor celeridad, las metas y la gestión de los tiempos de las audiencias. En otras palabras, una justicia express, interesada solo en la meta, que comprometía la legitimidad y calidad de la respuesta probatoria. Sabemos que las prisas son malas consejeras: mientras más se corre, más posibilidades de equivocarse.
Junto con el publicismo se apuesta por el acceso a la justicia y su democratización. Pero lo cierto es que este mayor acceso esconde que el 70% de los casos se tratan de juicios ejecutivos, donde los protagonistas son los bancos, retails, etcétera.
La transparencia también se instala como bandera de lucha, pero la distancia entre teoría y realidad es evidente.
Buscamos y nos enfocamos durante todo el siglo pasado en la humanización de la justicia que actualmente aparece debilitada por las TIC’s y los avances a pasos agigantados de la IA.
Troppi casi. Demasiados casos tienen sobrepasados y sobrecargados a los tribunales, lo que ha hecho que surja la panacea del boom de los MASC, respecto de lo cual no se descubre nada nuevo y solo se la usa para descongestionar y matar causas; ADR o la riscoperta dell’acqua calda.
La ejecución, en todos los órdenes jurisdiccionales, es un verdadero dolor de cabeza, un problema irresuelto, y corresponde ponerse manos a la obra. El procedimiento declarativo quiere transformar hechos en derechos, mientras que el ejecutivo derechos en hechos.
Tema más delicado aún es la evidente realidad de la existencia de una justicia para ricos y otra para pobres, que se aprecia entre otras marcas en la utilización de la prisión preventiva en unos y otros casos.
El sistema judicial es carísimo. Y ese coste lo pagamos todos. El problema está en que el servicio lo usan los grandes litigantes. ¿No será hora de pensar en tasas?
La prensa y los periodistas contribuyen a la crisis (des)informando; las RRSS, haciéndose eco de fake news, terminan instalando la idea de jueces etiquetados: existirían jueces “nuestros” y “sus” jueces.
La situación carcelaria está absolutamente colapsada y no da para más, y entrega cero oportunidades a la reinserción.
¿La independencia está en jaque? Habrá que reforzar la independencia y sobre todo las distintas responsabilidades de los jueces.
En todo caso, no cabe depositar todo el éxito de las reformas en ellos; pues por lo pronto son tan humanos como nosotros y no están inmunizados contra las arbitrariedades y errores. Hay que descartar la idea de prescindir de los abogados.
Debe repensarse, a propósito de esta crisis, el rol de la Corte Suprema, desde distintas perspectivas. Justicia, democracia y fortaleza institucional, que es clave a la hora de evitar que fracasen los países.
Pensando ahora en la solucionática. Se me ocurre dejar el tema de los libros negros y apostar a los blancos que recojan propuesta de mejora, siendo conscientes que no existe una vacuna única para todos los males, que debe evitarse tropezar con la misma piedra una y otra vez, entender que la justicia no es una fábrica de salchichas, ni una tienda de comida chatarra, comprender que se debe huir de los excesos y buscar puntos de equilibrio, comprender la importancia del tiempo en la justicia, la que en todo caso debe hacerse más entendible y más transparente para todos.
Ha llegado el zoom y la lA y aún tenemos la justicia de primera línea jugando en los potreros (Juzgados de Policía Local), los que aún deben notificar por carta certificada. Vergonzosa discriminación.
Ni con togas ni pelucas se resuelve esta clase de crisis. Debe apostarse por el factor humano del sistema de justicia, entendiendo que ésta es lo más humano que tenemos, y que debemos defender su dignidad desde todos sus frentes, partiendo por derogar la “ley del mínimo esfuerzo” o la “picardía” del chileno. Debe defenderse de sus enemigos internos y externos. No será sencillo, pero no cabe renunciar a eso por su dificultad. Es el momento de la lucha, a partir de la cultura del trabajo bien hecho, del ataque a todas las corruptelas. Será el único modo de rescatar las instituciones y salir adelante, una vez más, como lo ha demostrado Chile en el pasado.
Diego PALOMO VÉLEZ
Profesor titular de la Universidad de Talca
Abogado integrante I. Corte de Apelaciones de Talca