(REFLEXIONES EN TORNO AL PROCESO Y LA INTELIGENCIA ARTIFICIAL, Y DE CÓMO ÉSTA SE HA IDO INSTALANDO POCO A POCO EN NUESTRO DIARIO QUEHACER)

Recuerdo casi como si fuera ayer (aunque han pasado ya dos pares de lustros), cuando nuestro profesor de Derecho Procesal se afanaba en explicar de la manera más clarificadora que le era posible, en qué consistía la “Distribución de Causas”, sin mucho éxito en la audiencia, pues era de aquellas cosas que “había que ver, para entender”; por fortuna para mí, era algo que ya había visto y entendido desde segundo año de la carrera.  Para mis compañeros, que jamás habían puesto un pie en los juzgados como yo, resultaba difícil imaginar la presentación de un sinnúmero de demandas ante la Corte de Apelaciones respectiva, sobre las cuales luego un funcionario, en forma casi automática, iba estampando un timbre y pasaba al oficial de más alto rango, quien iba numerando esas demandas y anotándolas en un libro de grandes dimensiones: “1º, 2º, 3º”, volviendo luego a repetir la serie numérica, que correspondía al juzgado de letras al que dicha demanda sería entregada para su conocimiento y tramitación.

Lo que no recuerdo con claridad, es cuándo ese método manual o humano, de distribución de causas, fue sustituido por un algoritmo.  Fue imperceptible para los usuarios que trabajábamos litigando, tal vez los que estaban detrás del mesón lo tengan más claro en sus recuerdos.  Algo similar ocurrió con la búsqueda de jurisprudencia, donde pasamos de revisar los índices de la “Gaceta Jurídica” impresa, a teclear palabras clave frente al ordenador, en un motor de búsqueda de una de las tantas plataformas que hoy ofrece el servicio.  El punto es que, hoy en día, tanto el sector público como el privado utiliza algoritmos para el tratamiento de datos y obtener de ese cruce de informaciones una determinada utilidad (filtración de spam, mostrar en plataformas temas que nos resulten de interés, etc.), cuestión que ocurre, estemos o no conscientes de ello.

Pero, más allá de la anécdota que estos recuerdos puedan significar, lo preocupante es que, al día de hoy se siga explicando en clases la distribución de causas de forma muy similar a cómo se explicaba antes, con la probable “actualización” de que aquello que antes realizaba un funcionario, ahora se efectúa automáticamente a través del Portal del Poder Judicial, sin reparar que esa distribución ha sido entregada a la inteligencia artificial (ídem para la búsqueda de jurisprudencia).  En cambio, la conversión de la tramitación en papel a la tramitación electrónica, sí que fue percibida, y hasta incluso resistida por algunos abogados; a pesar que este cambio no pasó inadvertido como el anterior, tampoco se ha profundizado más allá de las directrices básicas que estableció la Ley 20.886.

Por tanto, uno de los escollos que enfrentamos cuando queremos abordar el tópico de la inteligencia artificial en el Derecho –y muy particularmente en el caso del Derecho Procesal– es la imperceptibilidad con que ésta se ha ido posicionando en los quehaceres diarios y rutinarios, o la poca atención que se le presta cuando el cambio sí ha sido percibido.  Problemas que sólo pueden superarse si se comienzan a realizar estudios serios en torno a las vicisitudes (bondades y dificultades) que conlleva el uso de ella en nuestra profesión.

Como bien indica José Bonet Navarro, la incorporación de las nuevas tecnologías ya es una realidad –tímida si se quiere, pero real– en el proceso, su desarrollo permite prever un futuro en el que puede alcanzar tan significativo protagonismo que llegue a influir poderosamente en algunas instituciones fundamentales del derecho procesal[1].  La cuestión es que la pandemia mundial parece haber acelerado las cosas respecto de algunas tecnologías (particularmente en las audiencias telemáticas), pero aún es tiempo para reflexionar en torno a otros avances que tendrán incidencia en el Proceso, y en tal sentido, coincidimos con Jordi Nieva en que es imprescindible cuidar muy bien la contratación de los técnicos que elaboren el algoritmo,… disponer de un organismo que cuide el control del funcionamiento de los algoritmos judiciales, debiendo vigilar los juristas que el funcionamiento de las aplicaciones sea el correcto y se corresponda con los valores del ordenamiento jurídico imperante[2].

Uno de los temas sobre los que debemos reflexionar, es si en un mañana ya no tan lejano, ¿podremos ser juzgados por una inteligencia artificial o si aquello vulneraría nuestro derecho a un debido proceso?  Es una reflexión seria y preocupante, sobre todo considerando que, en determinadas cuestiones de carácter administrativo, se ha empezado a aplicar la inteligencia artificial para la aplicación de multas (al menos en el entorno europeo ya el Reglamento General de Protección de Datos Europeo 2016/679 establece en sus preceptos el derecho a oponerse a una decisión automatizada).

En tal sentido, debemos sopesar que los “jueces humanos” fallan “desde el estómago”, en donde, según sea cómo éstos hayan desayunado, serán más o menos benevolentes en sus resoluciones; otro tanto ocurre cuando estos “jueces humanos” pasan de largo o realizan una pausa para almorzar[3].  En este sentido, pareciera ser entonces que el reemplazo de nuestros “jueces humanos” por una inteligencia artificial nos encaminaría hacia la obtención de resoluciones más imparciales, pues los algoritmos del “juez artificial” pueden ser más precisos y exactos al aplicar normas a casos concretos.

Pero ¿es lo mismo juzgar que aplicar?  Tal vez, la clave para inclinarnos hacia una u otra dirección esté en la “empatía”, aquella capacidad de ponerse en el lugar del otro, de sentir lo que el otro, para identificarse con él.  Una máquina nunca podrá tener empatía, la podemos programar para que aplique determinados comandos a fin de que, según sean los rasgos de la persona que se presente ante ella, actúe con más benevolencia o más severidad, pero empática jamás, porque aquello es una capacidad propia del ser humano.

Es bueno detenernos un momento a reflexionar sobre aquello, antes que sea demasiado tarde, ya que, como indica el título de estas líneas, la inteligencia artificial ya está entre nosotros, y llegó para quedarse.


[1] Magíster en Derecho Procesal por la Universidad Nacional de Rosario (Argentina); Becario por la Fundación Serra Domínguez para el I Curso de Profundización en Derecho Procesal dictado en conjunto por el Instituto Iberoamericano de Derecho Procesal y la Universitat Pompeu Fabra (Barcelona, España, 2018); Premio (VIII versión) Instituto Vasco de Derecho Procesal (San Sebastián, País Vasco, 2018); Finalista de los Premios Gabilex (Castilla, La Mancha, 2020); Abogado, Licenciado en Ciencias Jurídicas por la Universidad Arturo Prat, Iquique (Chile), Árbitro, Especialista en Litigios de Alta Complejidad, y Fundador de ACTA (Centro de Arbitraje y Compliance de Tarapacá). Correo electrónico luispriosm@gmail.com. Sitio web http,//luispatricio-riosmunoz.webnode.cl.

[2] BONET NAVARRO, José, “Algunas consideraciones acerca del poder configurador de la Inteligencia Artificial sobre el Proceso”, en Debates contemporáneos del Proceso en un mundo que se transforma, ISBN 978-958-8943-60-2, Universidad Católica Luis Amigó, Medellín, 2020, p. 96.

[3] NIEVA FENOLL, Jordi, Inteligencia artificial y proceso judicial, Marcial Pons, Madrid, 2018, pp. 122 y 123.

[4] Puede verse al respecto, MAYER, Emeran, Pensar con el estómago, Grijalbo, Barcelona, 2017, passim.