El título ejecutivo, como piedra angular de la acción ejecutiva, presenta una serie de características que, en general, permiten identificar en él una obligación indubitada. Una de dichas características consiste en la tipología legal. En efecto, es el legislador el único habilitado para crear títulos ejecutivos, lo que ha sido entendido, tradicionalmente, como una garantía de la fiabilidad del documento respectivo, en cuanto continente de la obligación. Sobre el particular, desde antiguo tiempo la jurisprudencia ha resumido bien la relevancia de este concepto: “El título ejecutivo presenta una naturaleza análoga a la de una prueba privilegiada en términos tales que el acreedor dotado de él goza de la garantía jurisdiccional de solicitar el embargo de bienes suficientes del deudor y todo el peso de la prueba recae sobre éste, quien debe desvanecer la presunción de autenticidad y de veracidad que el título supone, de donde fácil es concluir que si el ejecutado no rinde probanza alguna en apoyo de sus pretensiones, sus excepciones no pueden prosperar y ellas deben ser rechazadas«[1].

A su turno, la obligación contenida en el título, naturalmente, siempre ha tenido en consideración la intervención de la voluntad del deudor, quien la manifiesta en orden a asumir la obligación en el mismo documento. Hidalgo Muñoz lo insinúa -sin mayor desarrollo, por la obviedad de esta característica- cuando enseña que, uno de los elementos del título ejecutivo consiste en que: “…debe contener el reconocimiento o declaración de un derecho y su correlativa obligación[2], así como también cuando clasifica los títulos, de acuerdo con el número de voluntades que intervienen en su generación, en unilaterales y bilaterales, pero siempre concurriendo, al menos, la voluntad del obligado[3].

Profundizando sobre las exigencias de los títulos ejecutivos, Meneses Pachecho observa, acertadamente, que, tratándose de aquellos extrajudiciales, estos siempre deberían ser siempre públicos y, además, en su confección, autorización o certificación debería intervenir un ministro de fe pública[4].

No obstante, nuestra legislación contempla algunos títulos en los que no se cumple ninguno de los requisitos doctrinales antes indicados, como ocurre, por ejemplo, con los avisos de cobro de gastos comunes, según lo prescrito en el art. 27 de la ley 19.537; o bien se trata de títulos en que se cumple solo con la intervención de un ministro de fe, pero no con la voluntad del obligado, como ocurre con el certificado del secretario municipal, contemplado en el art. 47 de la Ley de Rentas Municipales.

Los ejemplos antes mencionados obedecen a distintos motivos de política legislativa, pero, lo claro, es que se trata de supuestos en que se produce un importante grado de desviación en relación con el modelo natural de título ejecutivo. La interrogante, entonces, es si ello resulta aceptable desde la perspectiva de la protección de los derechos del ejecutado.

En el caso del certificado del secretario municipal, se trata de un documento que da cuenta de una deuda por concepto de patentes, derechos y tasas municipales, siendo concebido, desde su emisión, como un título perfecto. En las últimas dos décadas se intensificaron significativamente las ejecuciones basadas en este título, sobre todo en relación con los cobros de patentes municipales a las sociedades de inversión.

La jurisprudencia evolucionó desde un criterio relativamente estricto con el control del título en comento -hasta la primera década de este siglo-, a uno deferente y poco exigente con los requisitos que debe cumplir el certificado. Ello coincide con el aumento considerable de la litigación por cobro ejecutivo de patentes municipales en el caso de las sociedades de inversión. Así, por ejemplo, el máximo tribunal sostuvo, inicialmente, que: “Cuando el legislador crea el título ejecutivo que indica el artículo 47 de la Ley de Rentas Municipales, establece tres requisitos: que se trate de un certificado, que suscriba el Secretario Municipal y, que acredite una deuda por patentes, derechos y tasas municipales; en consecuencia, los jueces del fondo no incurren en el error de derecho cuando afirman que el requisito de acreditar una deuda importa que tal documento no sólo debe mencionar una supuesta cantidad de dinero adeudada en términos genéricos, sino que, tratándose de derechos municipales tendrá que constar su origen, el período que se cobra y los antecedentes necesarios que permitan concluir la suma que el documento afirma como debida[5].

Sin embargo, la tendencia se invirtió y, una sentencia relativamente reciente, lo confirma en los siguientes términos, a propósito de la excepción del art. 464 nº 7 del CPC: “El recurrente arguye que los sentenciadores incurren en error de derecho al desconocer que el título ejecutivo, o sea, el certificado del Secretario Municipal, no tiene fuerza ejecutiva porque no acredita la deuda, equivocación que, sin embargo, no se configura, merced a que el título hecho valer por la demandante acata los requerimientos específicos previstos en la ley, sin que sean reclamables otras menciones que aquellas pormenorizadas en el artículo 47 del Decreto Ley N° 3.063, regla especial que determina los únicos presupuestos que el certificado en comento debe reunir. Luego, el certificado que hace las veces de título encierra una obligación clara, expresa e inteligible, de suerte que es el instrumento idóneo para el cobro de la patente cuyo pago sigue pendiente[6].

Algo más exigente han sido los tribunales con el aviso de cobro de gastos comunes. En una ocasión, se estableció el siguiente criterio: “A priori, podría pensarse que basta la copia del acta de la asamblea válidamente celebrada en que se acuerden los gastos comunes o los recibos que den cuenta de éstos, firmados por el administrador, para que se configure el título ejecutivo; sin embargo, la acción debe fundarse en un título que tenga merito ejecutivo, vale decir, en un documento que da cuenta de un derecho indubitado, al cual la ley le otorga mérito suficiente para que se pueda exigir el cumplimiento forzado de la obligación que en él se contiene y, al respecto, tal como lo advierte el juez de la causa, el monto de lo debido no aparece claramente determinado[7].

Los problemas principales derivados de esta clase de títulos, a mi juicio, dicen relación, al menos, con dos aspectos. En primer lugar, con la sujeción de un título ejecutivo a un mismo sistema de control jurisdiccional in limine, el cual no considera la distinción entre aquellos títulos que incluyen la voluntad del obligado y los que no, cuando sería aconsejable un control más riguroso en la segunda categoría.

Por otra parte, se encuentra una tendencia en la jurisprudencia que, aunque no podemos calificar de generalizada,  le asigna al título un valor inmaculado, que abarca no solo los requisitos del documento en cuanto continente, sino que lo extiende al contenido propiamente tal, generando las condiciones para un abuso de parte del ejecutante.

Vale la pena, entonces, pensar en un ensanchamiento de las vías de control y de impugnación de un título en que no interviene la voluntad del deudor, de modo de no desnaturalizar el sistema de protección del crédito en sede ejecutiva.


[1] ICA Concepción, 14 de julio de 1967. RDJ., t. 64, sec. 2ª, pág. 34.

[2] Hidalgo Muñoz, Carlos, El juicio ejecutivo. Doctrina y jurisprudencia (Santiago, 2018), p. 18.

[3] Ibíd., p. 23.

[4] Meneses Pacheco, Claudio, El título ejecutivo extrajudicial en el proceso civil, en Estudios sobre el proceso civil chileno (Valparaíso, 2017), p. 266.

[5] ECS, 10 de octubre de 2006, rol: 4751-2004. Mismo criterio en sentencia de 05 de julio de 2007, rol 6362-2005.

[6] ECS, 30 de mayo de 2018, rol 34.367-2017. Mismo criterio en fallo de 2 de febrero de 2017, causa rol 41022-2016. En contra, pero a nivel inferior, ICA Valdivia, 3 de marzo de 2008, rol 858-2007.

[7] ICA Valdivia, 2 de julio de 2020, rol 199-2020.