Un gran poder conlleva una gran responsabilidad…

Un gran poder conlleva una gran responsabilidad…

La cita con que se titula esta editorial, popularizada por Stan Lee en la tira cómica Spiderman, es atribuida al presidente de EE.UU., Franklin Délano Roosevelt, en su último discurso radial con ocasión del Jefferson’s Day, el día 13 de abril de 1945. En esa época, EE. UU. formaba parte del bloque que luchaba en contra de Alemania y sus países aliados en la Segunda Guerra Mundial, y exhortaba a sus compatriotas a no evadir la responsabilidad que suponía ser una de las naciones con mayor poder político, económico y militar del planeta, en el rol que debían cumplir en este enfrentamiento bélico. Bajo la comprensión de Roosevelt, contar con el privilegio del poder, determina que el sujeto que lo tiene atribuido enfrenta mayores exigencias que aquellos que carecen de él. A nuestro entender, esa mayor responsabilidad es saber usar tal poder de forma correcta o para fines que sobrepasen los individuales del propio ejerciente.

Traemos a colación esta anécdota, debido a los supuestos casos de corrupción que se develaron en la Corte de Apelaciones de Rancagua, en donde tres ministros están siendo objeto de investigación penal y administrativa por la eventual comisión de diversos ilícitos (incluso uno de ellos fue formalizado la semana pasada) y/o infracciones estatutarias.

Lo anterior nos lleva a reflexionar sobre el régimen de responsabilidad al que están sometidos los jueces en Chile, particularmente los ministros de tribunales superiores de justicia y el extenso catálogo de competencias que tienen atribuidas. Premunidos de múltiples potestades administrativas y jurisdiccionales, con un escaso control en respecto de las primeras, el ordenamiento jurídico plantea múltiples deficiencias frente a la forma en cómo se ejercen estas potestades.

La Corte Suprema constituye un órgano todopoderoso en nuestro sistema jurídico: además del conocimiento de múltiples materias en el ámbito jurisdiccional conforme sus competencias previstas en el Código Orgánico de Tribunales, tiene atribuidas, en virtud de la Constitución, la superintendencia conservadora, disciplinaria y económica de la mayoría de los tribunales de la nación. Así, en el ámbito disciplinario y administrativo, mediante la estructura jerárquica a través de la que se ejercen las funciones judiciales, estos poderes se ejercen también por las Cortes de Apelaciones dentro de sus territorios.

Este régimen de potestades, y la forma de ejercerlas se mantiene casi invariable en el ámbito legislativo, desde la dictación de la Ley de Organización y Atribuciones de Justicia del año 1875, que reformas más o menos, constituye el actual Código Orgánico de Tribunales.

Bajo esta dinámica y en la práctica, el legislador ha dejado en manos del propio Poder Judicial, especialmente de la Corte Suprema por la vía de la dictación de autoacordados, la regulación de estas cuestiones lo que, a mi juicio, constituye un vacío que facilita un uso inadecuado de las potestades que se ejercitan en este contexto, con escasos controles.

El gobierno judicial en Chile hace tiempo que requiere una reforma profunda, sin embargo, las mejoras legislativas se han orientado hacia los procedimientos de tipo jurisdiccional, no a las funciones no jurisdiccionales que tienen atribuidos los jueces que forman parte de los tribunales superiores de justicia. En un libro titulado “Gobierno Judicial: Independencia y fortalecimiento del Poder Judicial en América Latina” editado por CEJA, se concluye que precisamente, la misma Corte Suprema ha advertido lo deficiente de ejercer este tipo de potestades al través del pleno de la Corte, lo que ha significado que se creen comités por áreas.

De la mano con estas múltiples potestades ejercidas en pleno, lo cierto es que el régimen de responsabilidad judicial dista de ser un mecanismo adecuado para controlar el ejercicio de las funciones atribuidas. Los ministros de tribunales superiores de justicia responden política, civil, disciplinaria y penalmente (excluidos los ministros de la Corte Suprema respecto de algunos delitos conforme el art. 324 del COT).

El control político lo ejerce el Congreso Nacional mediante la acusación constitucional, lo que no se ha mostrado como un mecanismo inefectivo en ese sentido. En particular, recordemos el último episodio en donde se acusó a los ministros de la Segunda Sala de la Corte Suprema, por revocar sentencias dictadas por la Corte de Apelaciones de Santiago en recursos de amparo interpuestos por condenados por delitos de lesa humanidad. Se ha discutido sobre la pertinencia de utilizar este recurso frente a diferencias en la interpretación de las normas legales para un caso concreto, esto es, en el ejercicio de la potestad jurisdiccional, lo que en la medida que está justificado en las motivaciones de la decisión, constituye un margen tolerable en la actividad judicial.

Los juicios por responsabilidad civil, son conocidos por tribunales unipersonales de excepción (ministros de fuero) en primera instancia, sin embargo, existe un control de admisión de la demanda, que constituye un trámite mucho más estricto que el existente respecto de una demanda interpuesta en contra de un particular. Como se comprenderá, que los filtros para demandar a un juez estén entregados a sus propios pares, no resulta una vía adecuada para obtener tutela jurisdiccional, todavía más cuando la responsabilidad estatal por error judicial esté expresamente prevista sólo en materia penal.

Ahora, respecto de la responsabilidad penal, el caso de los ministros de Rancagua, nos permitirá saber qué tan eficaz se constituye el proceso penal reformado como instrumento de determinación de conductas punibles ejercidas en el ejercicio de la función judicial, aunque ya se han formulado acusaciones en contra del fiscal del ministerio público que estaba a cargo de la investigación lo que genera una deslegitimación inicial de labor que se había efectuado.

Por último, sobre la responsabilidad disciplinaria, el pleno de la Corte Suprema confirió potestades a la ministra Maggi para investigar estos hechos, además de cualquier conducta que pueda afectar la conducta funcionaria de los miembros del Poder Judicial. Sin que exista una tipificación de conductas sancionables, lo anterior se puede convertir en una caza de brujas en donde todo puede ser perseguido. Así, se evidencia que la atribución de múltiples funciones judiciales -jurisdiccionales y no jurisdiccionales- a los tribunales superiores de justicia, debería estar aparejada del robustecimiento normativo en que tales potestades se apoyan y, además, de un sistema de responsabilidad que permita controlar y sancionar a quienes ejerzan este poder sin apego a las disposiciones que las rigen.

¿Siempre que un hombre mata a una mujer es violencia de género?

¿Siempre que un hombre mata a una mujer es violencia de género?

El pasado 3 de abril el Juzgado de Instrucción N° 25 de Madrid, decidió inhibirse y declinar su competencia a favor del Juzgado de Violencia sobre la Mujer (en adelante, JVM), en el caso de Ángel Hernández que ayudó a suicidarse a su esposa, María José Carrasco. La mujer padecía esclerosis múltiple, una enfermedad grave, dolorosa e incurable que la hacía completamente dependiente, esta situación le llevó a expresar en reiteradas ocasiones su deseo de morir de una forma libre, pública y consciente, para ello adquirió las sustancias necesarias y solicitó a su marido la ayuda que precisaba para ejecutar el acto, determinando ella misma en qué momento se llevaría a cabo, lo que el investigado terminó por aceptar para poner fin a un sufrimiento de más de 30 años.

El artículo 87 ter. de la Ley Orgánica del Poder Judicial que establece la competencia de los JVM en el orden penal, fija la misma en atención a dos criterios. Uno objetivo consistente en una lista tasada de delitos por la Ley, entre los que se encuentra el homicidio, siempre que se realicen como actos de violencia de género. Y otro de carácter subjetivo que exige que el autor del delito sea un hombre y la víctima una mujer, y que el delito se cometa “contra quien sea o haya sido su esposa o haya estado ligada a él por una relación de análoga afectividad, aun sin convivencia”. Es decir, es necesario que entre el hombre autor y la mujer víctima exista o haya existido una relación sentimental o análoga para que el delito pueda ser calificado como un acto de violencia de género.

Si bien en el caso de Ángel Hernández se cumple el criterio subjetivo que impone la Ley, el criterio objetivo no concurre, pues el motivo del delito no fue una relación discriminatoria y dominante sobre su mujer, como exige el artículo 1 de la Ley 1/2004 de Violencia de Género, en este caso el acusado simplemente accedió a la petición que su esposa le hizo en repetidas ocasiones de ayudarla a suicidarse. Afortunadamente, la Fiscal de la Sala de Violencia sobre la Mujer ha dirigido un recurso al Juzgado de Instrucción para que revoque su propia decisión y asuma la investigación del caso, puesto que considera que en la interpretación del Juzgado ha prevalecido la relación hombre-mujer y no se ha tenido en cuenta la necesaria concurrencia del elemento de la dominación del hombre hacia la mujer para que el delito se pueda calificar como de violencia de género. 

Solo nos queda esperar que el Juzgado rectifique su decisión y asuma su competencia en la instrucción del caso de Ángel Hernández. A su vez, sería necesario que este hecho hiciera reflexionar al sistema judicial sobre la importancia de que todos los operadores jurídicos cuenten con preparación en perspectiva de género e igualdad. Además, este suceso debería de incentivar e impulsar los esfuerzos del legislador dirigidos a la reforma de la Ley 1/ 2004 de Violencia de Género, entre otras cuestiones, se debe ampliar el concepto de violencia de género, ya que la norma se centra en el criterio subjetivo (autor hombre y víctima mujer), olvidando que el elemento de discriminación y dominación se puede dar también en parejas de homosexuales o transexuales, así como entre padres e hijas. Por no hablar de que este concepto se ciñe al ámbito familiar y no comprende la comunidad en general, y tampoco incluye conductas como las agresiones sexuales, la prostitución forzada o la mutilación genital femenina.

Indicios y No Olfato Policial

Indicios y No Olfato Policial

Cada cierto tiempo se reactiva en Chile el debate en torno al control de identidad, instituto que en sus orígenes mantuvo cierta lejanía con la derogada detención por sospecha, pero que hoy, después de sucesivas mutaciones, arriesga ocupar el lugar de esa vieja y denostada figura. El reciente envío al Congreso del proyecto de ley (Bol. 12506-25) que modifica el Código Procesal Penal, la Ley 20.931, la Ley de Tránsito y la Ley de Responsabilidad Penal Adolescente en lo relativo a la aplicación del control de identidad, permite augurar que, probablemente, el control de identidad del art. 85 CPP será otra vez objeto de cambios que fortalezcan la actuación autónoma de las policías y que por los mismos cauces correrá la suerte del control de identidad “preventivo” del art. 12 de la Ley 20.931.

El control de identidad del CPP fue tempranamente modificado en 2002 (Ley 19.978), cuando se extendió a las faltas, permitiéndose además que las policías registrasen las vestimentas, equipaje y vehículos de la persona sujeta a la actuación, en un nuevo y ampliado plazo de hasta 6 horas. A poco andar, en 2004 (Ley 19.942) se  reforzó esta actuación policial concibiéndose por la ley como un deber que han de cumplirla policías incorporando expresamente, como contrapartida, la responsabilidad penal en que el agente pudiese incurrir por su ejercicio abusivo, según art. 255 del Código penal; se introdujo, a la vez, el supuesto de la ocultación de identidad como una falta con remisión a la figura del art. 496 Nº 5 del mismo código.

Una mayor reconfiguración del instituto vino en 2008 con la primera Ley de agenda corta contra la delincuencia (Ley 20.253), que introdujo la hipótesis de “encapuchamiento” o de “embozamiento” para ocultar, dificultar u ocultar la identidad como supuestos que justifican esta diligencia policial, a la vez que extendió la duración total del procedimiento en dos horas más. La modificación alcanzó, además el ámbito de la subjetividad del agente policial, porque se permite desde entonces que la fundabilidad del caso quede sujeta a la apreciación personal de las policías según la estimación que hicieren de los indicios.

 Sobre el frágil equilibrio entre la mera subjetividad del agente que practica el control de identidad y la necesidad de dotar de objetividad a la actuación policial, expuesto claramente por el profesor y entonces diputado Juan Bustos Ramírez, la Corte Suprema chilena ha tenido bastante que decir. Conociendo de los recursos de nulidad fundados en la causal del art 373 letra a) del CPP (violación sustancial de derechos y garantías fundamentales), nuestro máximo tribunal de vértice ha fijado, de manera más o menos general y sostenida, algunos criterios interpretativos pertinentes a la materia, sosteniendo que los indicios deben ser objetivos (SSCS Rol 62.131-2016, Rol 30.718-2016, 92.878-2016 voto concurrente y Rol 7.983-2018, entre otras).

La modificación que introdujo en 2016 la segunda Ley de agenda corta (20.931), al reemplazar en el art. 85 CPP la existencia de pluralidad de indicios por la de “algún indicio”, no ha hecho variar sustancialmente el criterio, desde que en la interpretación jurisprudencial el indicio debe referirse a un hecho con concreción en la realidad (una “circunstancia objetiva”) y ajeno a la mera subjetividad del agente policial (vg. SSCS Rol 7513-2018 y 8856-2018). Bajo esta concepción subyace la idea que se debe “descartar la arbitrariedad, abuso o sesgo en el actuar policial, objetivo principal al demandarse por la ley la concurrencia de dicho indicio.” (SCS Rol 8856-2018).

Defender la objetividad del o los indicios, para evaluar la corrección en la práctica policial del control de identidad, tiene un sentido muy claro: a partir de un hecho que ha ocurrido en la realidad, el policía debe aplicar una o más máximas de experiencia para “estimar” si está o no frente a los casos fundados que le permiten legalmente actuar según el mandato del art. 85 CPP. Este ejercicio inferencial, a partir de una circunstancia objetiva, que ha de ser simple dadas las condiciones de hecho en que ordinariamente se practica la diligencia policial, no puede fundarse en la mera subjetividad del agente, ni en la sospecha, la creencia o el “olfato” policial. Lo contrario sería admitir que el Estado pueda limitar las libertadas por actos carentes de fundamento y justificación.