por Oscar Silva Alvarez | Sep 4, 2025 | Editorial
Oscar Silva Álvarez
Profesor asociado de Derecho Procesal
UCV
En el procedimiento sumario, de acuerdo con el artículo 690 del Código de Procedimiento Civil (CPC), los incidentes deben promoverse y tramitarse en la misma audiencia de estilo, sin paralizar los trámites relativos a la cuestión principal. El clásico ejemplo, que sirve para ilustrar lo anterior, es el de las excepciones dilatorias. En efecto, tratándose del juicio sumario, es procedente deducir esta clase de excepciones; sin embargo, su efecto no es el mismo que el que tienen en el juicio ordinario, ya que no son de previo y especial pronunciamiento, en los términos del artículo 87 del CPC. La razón de ser de esta regla puede hallarse en la naturaleza misma del procedimiento sumario, que busca dotar de celeridad a la sustanciación de ciertas pretensiones. No obstante, esta solución legislativa genera la paradoja de que, lejos de garantizar la celeridad del sumario, se prolongue innecesariamente su tramitación.
Como antecedente, la disposición de acuerdo con la cual las excepciones dilatorias deberían ser resueltas con ocasión de la sentencia definitiva no siempre es respetada en la práctica. Así, es usual que el demandado, frente al escaso tiempo que tiene para preparar su defensa, opte por comparecer a la audiencia de estilo planteando solo excepciones dilatorias, mientras cruza los dedos por no tener que contestar la demanda. A su turno, también es frecuente que el demandante, sorprendido ante la necesidad de evacuar el correspondiente traslado respecto de dichas excepciones dilatorias, busque ganar tiempo para ello, invocando una improcedente “reserva” del plazo de tres días para tal fin. Finalmente, en esta dinámica confusa, tampoco es extraño que el tribunal (más bien, el funcionario o la funcionaria que lleva adelante el comparendo de estilo) acceda a la reserva solicitada por la parte actora, lo que en los hechos implica suspender la tramitación de lo principal hasta la resolución de las excepciones, para luego continuar el procedimiento en caso de ser rechazadas o, en su defecto, una vez subsanado el vicio, aplicando íntegramente el estatuto previsto en los artículos 87, 303 y siguientes del CPC. Así, los intereses procesales particulares de las partes, e incluso del tribunal, terminan convergiendo de manera curiosamente compatible en un caso concreto.
Con todo, suponiendo que el estatuto previsto por el legislador sí opere, es posible que la sentencia definitiva abandone por completo el rol que le es propio, cual es el de resolver el fondo del conflicto suscitado entre las partes. Precisamente aquello es lo que ocurriría si es que el juez solo se pronunciara acerca de un incidente previo e incompatible con el fondo, como son las hipótesis de excepciones dilatorias.
Llegados a este punto, una duda que suele presentarse y que el legislador no ha resuelto dice relación con la oportunidad que tiene el demandante para corregir una excepción dilatoria subsanable (como la de ineptitud del libelo o, en ciertos casos, la del artículo 303 nº 6 del CPC), en caso de haber sido esta acogida. La respuesta a esta pregunta es importante, ya que no son pocos los casos en que el ejercicio de una acción sometida al procedimiento sumario, debe ser efectuada en un plazo breve. Es lo que ocurre, por ejemplo, en el caso de las reclamaciones contra multas en el ámbito sanitario, las que deben ser presentadas dentro de los cinco días hábiles siguientes a la notificación de la sentencia, según prescribe el artículo 171 del Código Sanitario.
En la jurisprudencia ha habido escasos pronunciamientos acerca de esta materia, los que, sin embargo, apuntan a permitir subsanar una excepción dilatoria dentro del mismo juicio sumario. En un interesante fallo, a propósito de la excepción dilatoria genérica del artículo 303 nº 6 del CPC, la Corte Suprema planteó que: “…estando facultado el reclamante para corregir el vicio que justificó que la excepción dilatoria fuera acogida, en tanto la naturaleza de la excepción lo permitía, no puede desconocérsele el ejercicio de esta prerrogativa y al no indicar la ley la oportunidad en que esa corrección deba tener lugar, puede concluirse que asiste derecho al actor para hacerlo en el mismo juicio y no necesariamente en otro diverso” (Corte Suprema, 13 de noviembre de 2017, rol 94.873-2016. El mismo criterio se aprecia en un fallo del máximo tribunal de 22 de enero de 2009, rol 268-08, así como en algunas sentencias de segundo grado, como la de la Corte de Apelaciones de Santiago, de 4 de octubre de 2016, rol 8254-2016). En cuanto al desarrollo del procedimiento una vez subsanado el vicio constitutivo de la excepción dilatoria, en todos estos casos se anuló lo obrado desde la audiencia de estilo en adelante, lo que en la práctica significó retrotraer el procedimiento casi en su totalidad.
La situación expuesta en esta columna, más allá de no ser de fácil solución, da cuenta de un problema de diseño del procedimiento sumario, que debería ser corregido. En efecto, aun cuando parece tener sentido permitir a la parte demandante corregir aquellos vicios formales que han sido denunciados por la vía de una excepción dilatoria, la circunstancia de tener que repetir, prácticamente, todo el juicio una vez efectuada dicha corrección despoja al procedimiento sumario de su aptitud como mecanismo comparativamente más eficaz —en relación con el procedimiento ordinario de mayor cuantía— para resolver pretensiones que, por sus propias características, exigen dicha mayor celeridad. De hecho, esta solución termina afectando mucho más intensamente la duración total del procedimiento.
Así las cosas, la forma práctica descrita previamente, en que en ocasiones se desenvuelve el trámite de las excepciones dilatorias en la audiencia de estilo (vale decir, no ajustándose al modelo legal), podría, a pesar de ello, ser indiciaria de una manera más razonable de abordar esta institución. Así, por ejemplo, en una ocasión la Corte de Apelaciones de La Serena, en fallo de 19 de diciembre de 2011, rol 1730-2011, legitimó esta forma de tramitar las dilatorias, señalando que era un criterio que guardaba: “…íntima relación con la garantía constitucional a un justo y racional procedimiento consagrada en el artículo 19 Nº 3 de nuestra Carta Fundamental”, añadiendo que: “…aparece más coherente con la máxima de economía procesal y, en especial, con el principio de razonabilidad que debe imperar en la sustanciación del procedimiento, que las partes y el tribunal no se vean obligadas a desplegar todo tipo de esfuerzos para llevar adelante un proceso que indefectiblemente se tornara ocioso e inútil si es que este último hiciere lugar al incidente planteado”.
El proceso, como mecanismo de debate, debe respetar ciertos mínimos, de cara al contenido esencial del debido proceso. Sin embargo, además es exigible que su estructura permita desenvolver la discusión de una forma ordenada, aun tratándose de un procedimiento con vocación de sencillez y rapidez, como ocurre con el sumario. En este sentido, la decisión del legislador de postergar la resolución de las decisiones dilatorias para el momento que debe dictarse la sentencia definitiva, si bien tiene una razón de ser, puede terminar sacrificando la esencia misma de esta clase de procedimiento declarativo. Por ende, resolver estas incidencias en el mismo comparendo de estilo o, al fin y al cabo, someter las excepciones dilatorias al régimen incidental general —suspendiendo el curso de lo principal— se advierten como posibilidades más coherentes con la intención del legislador al establecer un procedimiento como el sumario, así como menos gravosas que la solución de repetir, prácticamente, la totalidad del juicio.
por Oscar Silva Alvarez | Jun 29, 2022 | Editorial |
En su texto original, la ley 21.226 no contemplaba referencias explícitas a la figura del abandono del procedimiento, de manera que, en principio, solo quedaba remitirse a la aplicación las reglas generales sobre este incidente especial contenidas en el CPC. Sin embargo, siempre observando su tenor original, la ley 21.226 contemplaba una serie de situaciones, que podían acarrear la suspensión total o parcial del proceso, a través de una serie de expresiones abiertas, que buscaban darle al juez la flexibilidad suficiente para evitar situaciones de indefensión.
Profundizando sobre este último punto, el concepto de indefensión establecido en el artículo 3 de la ley 21.226 es clave en su sistemática pues, alrededor de él, giran todas las figuras que permitían al juez disponer la suspensión de actuaciones, diligencias o plazos que estuvieran corriendo en un proceso determinado. Además, a través de una fórmula bastante difusa (“…puedan causar…”), la indefensión estaba planteada no solamente como una de carácter actual, sino que también -y, de hecho, fue la hipótesis más utilizada durante el estado de catástrofe- potencial, bastando la simple posibilidad de generación de un impedimento en el ejercicio de los derechos y facultades procesales de las partes en juicio, para que la facultad de paralizar alguno de estos componentes del proceso surgiera sin mayores dificultades.
Más de un año transcurrió desde que la ley 21.226 entró en vigor, hasta que llegamos a la única modificación que ha sufrido, a través de la ley 21.379. A pesar de constar de un único artículo, esta ley tiene una historia interesante, debido a las referencias y críticas formuladas al tratamiento que hace acerca del abandono del procedimiento en el contexto de la pandemia y, particularmente, de la vigencia del estado de catástrofe. En su proyecto original, sólo se señalaba que la suspensión de los términos probatorios impuesta por el artículo 6 de la ley 21.226, no sería considerado para los efectos del abandono del procedimiento. Esta referencia, ciertamente, era de por sí innecesaria, pues el solo hecho de que una disposición estableciera la suspensión del término probatorio durante todo el estado de catástrofe, impedía cuestionarse, siquiera, la responsabilidad de la parte por dicha paralización.
Durante la tramitación de la ley 21.379 y a partir de una indicación, a la redacción original antes mencionada se agregó la expresión “…o a cualquier otra causal producto de la pandemia”, quedando tal como como hoy día conocemos el inciso final del art. 12 de la ley 21.226.
Pese a tratarse de una modificación aparentemente menor, la misma no pasó inadvertida para la Corte Suprema. En efecto, al evacuar su informe respecto del proyecto de ley, dicha magistratura puso énfasis en esta agregación, sobre la cual manifestó su preocupación, basada en dos motivos principales: a) la posibilidad del surgimiento de criterios disimiles entre tribunales y b) la apertura a una potencial invocación abusiva o liviana de este motivo por parte de demandantes, con el objeto de justificarse en una invocación genérica de impedimentos provocados por la pandemia, para no ser sancionados con el abandono del procedimiento. Sin embargo, dichas observaciones no fueron consideradas.
Así las cosas, el artículo 12 de la ley 21.226 -incorporado por la ley 21.379- establece dos hipótesis de exclusión de plazos para efectos del abandono del procedimiento: a) la situación de los términos probatorios suspendidos por efecto del artículo 6 de la ley 21.226 -que, como dijimos, es una obviedad- y b) el tiempo de paralización por cualquiera otra causal producto de la pandemia.
Otro tema, a propósito de la ley 21.226 y su posterior modificación por la ley 21.379, dice relación con la reanudación del término probatorio una vez terminado el estado de catástrofe, asunto sobre el cual se ha generado un clima de duda entre muchos abogados litigantes. Como una forma de evitar que se produjera un colapso en los tribunales al concluir el estado de excepción constitucional, el inc. 1º del art. 12 de la ley 21.226 -norma que entró en vigor el mismo día en que terminaba la última de las prórrogas del estado de catástrofe- impuso a la parte interesada la carga de solicitar la reanudación del término probatorio; la que tendría lugar una vez notificada la resolución que accediera a dicha petición.
La modalidad antes señalada ha suscitado distintos criterios en los tribunales, por ejemplo, respecto de la forma de notificación de la resolución que reanuda el término probatorio, variando desde aquellos que exigen solo la notificación por el estado diario, hasta aquellos que ordenan la notificación por cédula a una o ambas partes.
Poner atención en el punto anterior es relevante, si se piensa en las consecuencias de uno y otro criterio de cara al cómputo del plazo para el abandono del procedimiento. En efecto, si la resolución que dispone la reanudación del término probatorio impone la carga de notificar por cédula a una o ambas partes, tendremos que considerar que, a partir de la fecha de esa resolución, comenzará a correr el plazo de seis meses para realizar la siguiente gestión útil, que es la notificación ordenada. Mientras que, si se notifica por estado diario, no se presentará esta problemática y la reanudación se producirá una vez que se incluya en el estado diario la respectiva resolución, luego de lo cual, prácticamente, no habrá impulso procesal radicado en las partes sino hasta que llegue el momento de notificar la sentencia definitiva.
Una segunda duda que se suscita a propósito de la reanudación del término probatorio es a propósito de la fecha a partir del cual se debía solicitar la reanudación. En ese sentido, según una postura que no compartimos, este plazo comenzaba a correr a partir del 1 de diciembre del 2021. Para la posición mayoritaria, en cambio, este plazo comenzó a correr el 1 de octubre del 2021. En nuestra opinión, esta última es la posición correcta, toda vez que los artículos 11 y 12 de la ley 21.226 trabajan en conjunto, excluyendo la hipótesis de reanudación del término probatorio, de aquellas en que la suspensión se extendía hasta el 30 de noviembre del año 2021.
Finalmente, vale la pena efectuar una rápida revisión de la jurisprudencia actual sobre algunas de las materias tratadas previamente. En algunos casos, se han reafirmado criterios preestablecidos a propósito del abandono del procedimiento y el concepto de gestión útil; en otros, se han ventilado verdaderas curiosidades procesales, que, no obstante, podrían presentarse con más frecuencia de lo que pareciera, sobre todo en el ámbito de un juicio en materia civil.
Debemos constatar que la ley 21.226, ni en su texto original ni luego de la modificación de la ley 21.379, cambió el criterio tradicional, sobre todo de la 1° sala de la Corte Suprema, en materia de notificación del auto de prueba como gestión útil[1]. Esto significa que, dentro de la vigencia de la ley 21.226, a pesar de que el artículo 6 suspendía los términos probatorios, ello no se extendía a la carga de notificar la resolución que recibía la causa de prueba. Luego, si no se producía esa notificación a ambas partes dentro del plazo de seis meses contados desde la fecha del auto de prueba, el abandono del procedimiento debía ser acogido.
No obstante, también se han dictado algunos fallos que, al menos, pueden ser calificados de innovadores en los criterios utilizados. Un ejemplo reciente proviene de la Corte de Apelaciones de Rancagua, que establece un criterio poco usual: la notificación del auto de prueba durante el estado de catástrofe carecía de sentido, pues, aun siendo notificado, el término probatorio no iba a correr, por lo cual no podía ser considerada como gestión útil[2].
Otro caso interesante es proveniente de la Corte de Apelaciones de Arica, acerca de una figura que no tiene respaldo legal: la suspensión judicial del procedimiento, cuya aplicación, legitimada por el tribunal de alzada, determino que se rechazara el abandono del procedimiento alegado por un ejecutado[3]. Este criterio es llamativo pues, claramente, el sentido de la ley 21.226 era permitir la suspension de diligencias, plazos o actuaciones concretas del proceso con el objeto de evitar indefensión, mas no permitir al juez disponer la suspensión del procedimiento con alcance general.
Para concluir esta breve reseña jurisprudencial, la 3º sala de la Corte Suprema, recientemente, se pronunció acerca de una situación que, sobre todo en el peor momento de la pandemia, fue muy frecuente: la ausencia de los abogados en sus respectivas oficinas. En este caso, se dictó la sentencia definitiva y esta no fue notificada dentro de los seis meses siguientes. Se alegó el abandono del procedimiento, el que fue acogido en primera y segunda instancia. Sin embargo, la Corte Suprema, acogiendo un recurso de casación en el fondo, sostuvo que no era lógico exigirle al demandante diligenciar la notificación del fallo, en la circunstancia de que los abogados no estaban en los domiciliados fijados en los procesos por razones de fuerza mayor. Como se aprecia, se trata de uno de los primeros casos que, a nivel de casación en el fondo, razona sobre la idea de indefensión como una afectación potencial, pues, en realidad, no se rindió prueba sobre aquella circunstancia.
Aparentemente, los inconvenientes de manejar conceptos tan abiertos como los de indefensión y “cualquiera otra causal producto de la pandemia”, los que fueron anticipados por la misma Corte Suprema a propósito de la tramitación de la ley 21.379, se están comenzando a presentar en la práctica; fenómeno que, como tantos otros, seguramente aumentará la sensación de incertidumbre, pudiendo haberla disminuido.
[1] Rol N° 22.173-2021, sentencia de 09 de julio de 2021, reiterado posteriormente en otros fallos, como el rol 1817-2022, de 19/04/22. Por su parte, en el caso de la 4° sala de la Corte Suprema -y, en menor medida, la 3º, el criterio ha sido mucho más flexible, considerando como gestión útil la notificación a una sola de las partes, aunque de ello no se derive que comience a correr el probatorio.
[2] Rol 599-2021, 30/03/2022.
[3] Rol 67-2022, 04/04/2022.
por Oscar Silva Alvarez | Nov 30, 2021 | Editorial |
El título ejecutivo, como piedra angular de la acción ejecutiva, presenta una serie de características que, en general, permiten identificar en él una obligación indubitada. Una de dichas características consiste en la tipología legal. En efecto, es el legislador el único habilitado para crear títulos ejecutivos, lo que ha sido entendido, tradicionalmente, como una garantía de la fiabilidad del documento respectivo, en cuanto continente de la obligación. Sobre el particular, desde antiguo tiempo la jurisprudencia ha resumido bien la relevancia de este concepto: “El título ejecutivo presenta una naturaleza análoga a la de una prueba privilegiada en términos tales que el acreedor dotado de él goza de la garantía jurisdiccional de solicitar el embargo de bienes suficientes del deudor y todo el peso de la prueba recae sobre éste, quien debe desvanecer la presunción de autenticidad y de veracidad que el título supone, de donde fácil es concluir que si el ejecutado no rinde probanza alguna en apoyo de sus pretensiones, sus excepciones no pueden prosperar y ellas deben ser rechazadas«[1].
A su turno, la obligación contenida en el título, naturalmente, siempre ha tenido en consideración la intervención de la voluntad del deudor, quien la manifiesta en orden a asumir la obligación en el mismo documento. Hidalgo Muñoz lo insinúa -sin mayor desarrollo, por la obviedad de esta característica- cuando enseña que, uno de los elementos del título ejecutivo consiste en que: “…debe contener el reconocimiento o declaración de un derecho y su correlativa obligación”[2], así como también cuando clasifica los títulos, de acuerdo con el número de voluntades que intervienen en su generación, en unilaterales y bilaterales, pero siempre concurriendo, al menos, la voluntad del obligado[3].
Profundizando sobre las exigencias de los títulos ejecutivos, Meneses Pachecho observa, acertadamente, que, tratándose de aquellos extrajudiciales, estos siempre deberían ser siempre públicos y, además, en su confección, autorización o certificación debería intervenir un ministro de fe pública[4].
No obstante, nuestra legislación contempla algunos títulos en los que no se cumple ninguno de los requisitos doctrinales antes indicados, como ocurre, por ejemplo, con los avisos de cobro de gastos comunes, según lo prescrito en el art. 27 de la ley 19.537; o bien se trata de títulos en que se cumple solo con la intervención de un ministro de fe, pero no con la voluntad del obligado, como ocurre con el certificado del secretario municipal, contemplado en el art. 47 de la Ley de Rentas Municipales.
Los ejemplos antes mencionados obedecen a distintos motivos de política legislativa, pero, lo claro, es que se trata de supuestos en que se produce un importante grado de desviación en relación con el modelo natural de título ejecutivo. La interrogante, entonces, es si ello resulta aceptable desde la perspectiva de la protección de los derechos del ejecutado.
En el caso del certificado del secretario municipal, se trata de un documento que da cuenta de una deuda por concepto de patentes, derechos y tasas municipales, siendo concebido, desde su emisión, como un título perfecto. En las últimas dos décadas se intensificaron significativamente las ejecuciones basadas en este título, sobre todo en relación con los cobros de patentes municipales a las sociedades de inversión.
La jurisprudencia evolucionó desde un criterio relativamente estricto con el control del título en comento -hasta la primera década de este siglo-, a uno deferente y poco exigente con los requisitos que debe cumplir el certificado. Ello coincide con el aumento considerable de la litigación por cobro ejecutivo de patentes municipales en el caso de las sociedades de inversión. Así, por ejemplo, el máximo tribunal sostuvo, inicialmente, que: “Cuando el legislador crea el título ejecutivo que indica el artículo 47 de la Ley de Rentas Municipales, establece tres requisitos: que se trate de un certificado, que suscriba el Secretario Municipal y, que acredite una deuda por patentes, derechos y tasas municipales; en consecuencia, los jueces del fondo no incurren en el error de derecho cuando afirman que el requisito de acreditar una deuda importa que tal documento no sólo debe mencionar una supuesta cantidad de dinero adeudada en términos genéricos, sino que, tratándose de derechos municipales tendrá que constar su origen, el período que se cobra y los antecedentes necesarios que permitan concluir la suma que el documento afirma como debida”[5].
Sin embargo, la tendencia se invirtió y, una sentencia relativamente reciente, lo confirma en los siguientes términos, a propósito de la excepción del art. 464 nº 7 del CPC: “El recurrente arguye que los sentenciadores incurren en error de derecho al desconocer que el título ejecutivo, o sea, el certificado del Secretario Municipal, no tiene fuerza ejecutiva porque no acredita la deuda, equivocación que, sin embargo, no se configura, merced a que el título hecho valer por la demandante acata los requerimientos específicos previstos en la ley, sin que sean reclamables otras menciones que aquellas pormenorizadas en el artículo 47 del Decreto Ley N° 3.063, regla especial que determina los únicos presupuestos que el certificado en comento debe reunir. Luego, el certificado que hace las veces de título encierra una obligación clara, expresa e inteligible, de suerte que es el instrumento idóneo para el cobro de la patente cuyo pago sigue pendiente”[6].
Algo más exigente han sido los tribunales con el aviso de cobro de gastos comunes. En una ocasión, se estableció el siguiente criterio: “A priori, podría pensarse que basta la copia del acta de la asamblea válidamente celebrada en que se acuerden los gastos comunes o los recibos que den cuenta de éstos, firmados por el administrador, para que se configure el título ejecutivo; sin embargo, la acción debe fundarse en un título que tenga merito ejecutivo, vale decir, en un documento que da cuenta de un derecho indubitado, al cual la ley le otorga mérito suficiente para que se pueda exigir el cumplimiento forzado de la obligación que en él se contiene y, al respecto, tal como lo advierte el juez de la causa, el monto de lo debido no aparece claramente determinado”[7].
Los problemas principales derivados de esta clase de títulos, a mi juicio, dicen relación, al menos, con dos aspectos. En primer lugar, con la sujeción de un título ejecutivo a un mismo sistema de control jurisdiccional in limine, el cual no considera la distinción entre aquellos títulos que incluyen la voluntad del obligado y los que no, cuando sería aconsejable un control más riguroso en la segunda categoría.
Por otra parte, se encuentra una tendencia en la jurisprudencia que, aunque no podemos calificar de generalizada, le asigna al título un valor inmaculado, que abarca no solo los requisitos del documento en cuanto continente, sino que lo extiende al contenido propiamente tal, generando las condiciones para un abuso de parte del ejecutante.
Vale la pena, entonces, pensar en un ensanchamiento de las vías de control y de impugnación de un título en que no interviene la voluntad del deudor, de modo de no desnaturalizar el sistema de protección del crédito en sede ejecutiva.
[1] ICA Concepción, 14 de julio de 1967. RDJ., t. 64, sec. 2ª, pág. 34.
[2] Hidalgo Muñoz, Carlos, El juicio ejecutivo. Doctrina y jurisprudencia (Santiago, 2018), p. 18.
[3] Ibíd., p. 23.
[4] Meneses Pacheco, Claudio, El título ejecutivo extrajudicial en el proceso civil, en Estudios sobre el proceso civil chileno (Valparaíso, 2017), p. 266.
[5] ECS, 10 de octubre de 2006, rol: 4751-2004. Mismo criterio en sentencia de 05 de julio de 2007, rol 6362-2005.
[6] ECS, 30 de mayo de 2018, rol 34.367-2017. Mismo criterio en fallo de 2 de febrero de 2017, causa rol 41022-2016. En contra, pero a nivel inferior, ICA Valdivia, 3 de marzo de 2008, rol 858-2007.
[7] ICA Valdivia, 2 de julio de 2020, rol 199-2020.
por Oscar Silva Alvarez | Ago 3, 2020 | Editorial |
Escribo esta columna mientras transcurren los últimos días de mi segundo período como presidente de la Red. Nunca pensé en ocupar dicho cargo, pues, pese a participar con entusiasmo desde el inicio, mi derrotero no ha sido el de un investigador a tiempo completo. Mi matrimonio con la litigación y la docencia me ha hecho tener sólo inocentes coqueteos con la actividad investigativa. Sin embargo, junto con sorprenderme por haber sido propuesto, elegido y reelegido para encabezar esta institución, pienso que fue una buena decisión en mi vida.
En estos dos años han pasado muchas cosas, seguramente muchas más de las que imaginé en un comienzo. Primero de forma inorgánica y, luego, sistemáticamente, la Red Chilena de Investigadores en Derecho Procesal se ha ido posicionando en poco tiempo como una institución relevante a nivel nacional para nuestra disciplina. Hemos aglutinado a mentes jóvenes y experimentadas para confluir en un espacio colaborativo, horizontal y sin afanes personalistas; características que, desafortunadamente, muchas veces no están presentes en algunas parcelas del ambiente académico. Es este uno de los motivos por los que la Red Procesal tiene un especial valor para sus miembros.
Cada una de nuestras actividades ha sido inspirada por la genuina intención de ensanchar las puertas de la investigación y difusión del derecho procesal; disciplina que, durante décadas, ha estado marcada por el culto al rito -muchas veces vacío- la producción científica de vuelo rasante y, sobre todo, un marcado divorcio entre la doctrina y la práctica forense. Es por ello que valoramos contar dentro de nuestros asociados con profesores de derecho procesal, abogados y jueces, que aportan distintas visiones y perspectivas, siempre con el objeto de generar vasos comunicantes entre ambos mundos y, en definitiva, fortalecer la relación entre el derecho procesal y lo que, en terminología de Ehrlich, es el “derecho vivo”.
En la misma línea y dentro de los hitos más importantes que ocurrieron en estos dos años, levantamos el sitio web de la red (www.redprocesal.cl), el cual nutrimos no sólo con información relativa a nuestros miembros, sino que con periódicas columnas de opinión sobre temas contingentes relativos al derecho procesal, generosamente provistas por varios de nuestros integrantes. Además, el año 2019 organizamos, con gran éxito, nuestro primer Foro anual, que versó sobre justicia electrónica y que contó con la participación de expositores nacionales y extranjeros. Expresión de este impacto es que las actas de las ponencias del Foro serán publicadas, próximamente, por la prestigiosa editorial Tirant Lo Blanch, cuya apuesta por nosotros ratifica la posición de la Red en el panorama doctrinal nacional.
Este año ha sido complicado, nada nuevo estoy diciendo con ello. Sin embargo, nuestros proyectos siguen en pie y estoy seguro de que se concretarán y seguirán abriendo el camino para todos aquellos que quieran participar y utilizar nuestra plataforma. Ya organizamos en mayo un primer ciclo de charlas sobre el impacto del coronavirus en el derecho procesal, que contó con un gran número de asistentes y que tendrá, próximamente, una segunda versión. También patrocinamos y participamos en un foro sobre el juicio por jurados, gracias a la gentil invitación del Centro de Estudios de Justicia de las Américas (CEJA). Además, hace pocos días lanzamos la convocatoria para participar en nuestro segundo Foro anual, el que girará en torno a un tema más que contingente: justicia y poder. En fin, como se ve, la contingencia, afortunadamente, no ha debilitado el ímpetu con que la Red Procesal se ha desenvuelto, lo que es motivo de alegría y satisfacción para todos quienes formamos parte de ella.
Hablar de instituciones es hablar de gente de carne y hueso, que abandona un poco su individualidad para poner esa parte de sus vidas en un proyecto común. Detrás de cada charla, columna, publicación y afiche, hay tiempo valiosamente donado por gente con la que he hemos formado un vínculo fraterno y sincero, que seguramente mantendremos en el curso de los años. Por ello, no quiero dejar de reconocer, con la más honesta gratitud, el gran trabajo efectuado por los demás miembros de la directiva -Sophía Romero, Ramón García, Ramón Beltrán y Andrés Peña-, así como por los miembros del comité académico -Macarena Vargas, Enrique Letelier, Jorge Larroucau y Matías Aránguiz-, pues me consta que han desplegado un esfuerzo lleno de entusiasmo, calidad académica y cariño por nuestra institución. Precisamente en gente como ellos radica la esencia de lo que es la Red Procesal.
Por otra parte, felicito a la nueva directiva, que será encabezada por Priscila Machado, en quien tengo depositada grandes esperanzas de consolidación de nuestro proyecto.
Desde ahora, en mi rol de asociado, espero seguir trabajando para que nuestra Red siga en la senda de convertirse en la institución de referencia del derecho procesal en Chile.
Hasta pronto.
por Oscar Silva Alvarez | Ene 20, 2020 | Editorial |
Fuera de algunos círculos académicos,
prácticamente nadie anticipó lo que ocurrió a partir del 18 de octubre pasado. Sólo
después de que el fenómeno de agitación social estalló y se intensificó con
inusitada fuerza, comenzaron a aparecer discursos, artículos y conferencias del
pasado, en que algunos sociólogos, historiadores y antropólogos, vistos en su
momento como exagerados, pesimistas e, incluso, demagogos trasnochados,
presagiaban cómo las condiciones en que se desenvolvía la vida nacional iban,
más temprano que tarde, a generar una auténtica tormenta social, de la que aún
nuestra sociedad no logra recuperarse.
¿Qué tiene que ver el párrafo anterior con el
derecho procesal? Desde luego, directamente, nada. Sin embargo, si hacemos un
ejercicio de abstracción, llegamos a que, lo que hubo entre las ciencias
sociales y la praxis, fue un divorcio. Las advertencias de los entendidos no
fueron sembradas en tierra fértil, de modo que, una vez caídas en tierra, fueron
ahogadas por un ambiente hostil.
Posiblemente compartiendo las dificultades antes
señaladas, el derecho procesal es, quizás, una de las ramas de la ciencia
jurídica que más distancia presenta entre sus dimensiones teórica y práctica. En
este sentido, hasta hace pocos años la cita a fuentes doctrinales de derecho
procesal en la jurisprudencia se agotaba en un par de manuales clásicos y, hoy
en día, si bien ello ha cambiado, seguimos estando frente a una zona en la que
prima el procedimentalismo y la simplificación de los razonamientos relativos al
derecho procesal.
Sin embargo, esta disociación no sólo se proyecta
en la aplicación de las normas positivas de derecho adjetivo, sino que,
incluso, trascienden al diseño mismo de las reformas en esta materia. Un claro
ejemplo apareció recientemente en un artículo publicado en La Tercera, titulado
“Trámites sin abogado y juicios acotados: los cambios a la nueva justicia civil”[1].
En ella, el ministro de justicia, Hernán Larraín, sostiene que: “…la Reforma
Procesal Civil introduce un procedimiento que, dadas sus características, es
simple, breve y desformalizado, y permite que las partes concurran, sin
necesidad de abogado, a exponer sus conflictos al juez, para que este pueda
resolverlos en una sola audiencia”.
Esta forma de concebir el acceso a la justicia,
que suena bien cuando se lee sobre un papel, ya ha demostrado sus escasas
bondades en la historia reciente. En efecto, al promulgarse la Ley de Tribunales
de Familia, una de sus novedades más destacadas por el Ejecutivo fue la supresión
de la obligatoriedad de la comparecencia a través de un letrado, permitiéndole
a las partes, precisamente, acudir al tribunal a exponer su caso en forma
directa. Por supuesto, ello generó un rápido colapso del sistema, diluyendo las
promesas de un proceso mejor y más eficiente. Los jueces terminaron
convirtiéndose en asesores de las partes, el desorden en la conducción del
proceso fue absoluto e, incluso, las inequidades entre las partes se
intensificaron, cuando una de ellas sí contaba con asesoría profesional. Este
fenómeno, corregido parcialmente mediante una reforma el año 2008, no impidió
que, en diversas materias, siga existiendo la figura del acceso directo de las
partes al tribunal, lo que, por cierto, continúa generando graves problemas
para la correcta administración de justicia[2].
Así las cosas, resulta desalentador ver que,
incluso desde la perspectiva del Ejecutivo, un proceso de mejor calidad para
sus destinatarios pasa por suprimir su derecho a una asesoría letrada. Sin
perjuicio de que, efectivamente, existen diversos procedimientos que, por vía
de la automatización, pueden ser desarrollados sin la necesaria intervención de
un abogado; pensar en ello como una fórmula de aplicación general supone
concebir el acceso a la justicia como un derecho fundamental sin dimensión
prestacional; lo que ya ha demostrado, en el pasado reciente, no ser efectivo.
Ello resulta impropio en la lógica de un estado social, en que sería deseable,
por ejemplo, que el Estado invirtiera más decididamente en expandir las
opciones de que los ciudadanos cuenten con reales alternativas de asesoría
letrada. Esta última idea se ve fortalecida si pensamos en el conflicto civil
como uno en que, hoy en día, se discuten temas que desbordan el paradigma
clásico del derecho civil, involucrando materias vinculadas con relevantes
derechos fundamentales, como ocurre, por ejemplo, con la igualdad ante la ley
en el procedimiento señalado en la llamada “Ley Zamudio”.
En este contexto de divorcio teórico-práctico,
nuestra Red busca ser un puente, una entidad inclusiva que agrupe a jueces,
abogados, estudiantes e interesados en el desarrollo de una ciencia procesal
que no genere conocimiento destinado a circular únicamente entre sus autores,
sino que se traduzca en una mejora de nuestros estándares de justicia, tanto en
clave de lege ferenda como de lege lata. Generar catalizadores de
este tipo es imprescindible para no caer en errores del pasado, optimizar
nuestras instituciones procesales y pensar en la avalancha de cambios que se
avecinan en dicha área. Muchos de esos cambios, por ejemplo, fueron tratados en
nuestro primer foro, realizado el año 2019. Con orgullo, vemos que dicha instancia
fue una de las primeras -cuando no la primera- en abordar la justicia
electrónica en Chile.
En este año, esperamos seguir aglutinando a
personas genuinamente interesadas en cultivar y difundir el derecho procesal en
Chile, por lo que los invito a sumarse y participar de nuestra agrupación.
Seamos puentes.
[1] Disponible en https://www.latercera.com/nacional/noticia/tramites-sin-abogado-juicios-acotados-los-cambios-la-nueva-justicia-civil/971291/.
[2] Un acabado
estudio de campo sobre el particular puede verse en Fuentes Maureira, Claudio,
Los dilemas del juez de familia, en Rev. chilena de Derecho nº 42, vol. 3,
2015., disponible en https://scielo.conicyt.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0718-34372015000300008.