Fuera de algunos círculos académicos, prácticamente nadie anticipó lo que ocurrió a partir del 18 de octubre pasado. Sólo después de que el fenómeno de agitación social estalló y se intensificó con inusitada fuerza, comenzaron a aparecer discursos, artículos y conferencias del pasado, en que algunos sociólogos, historiadores y antropólogos, vistos en su momento como exagerados, pesimistas e, incluso, demagogos trasnochados, presagiaban cómo las condiciones en que se desenvolvía la vida nacional iban, más temprano que tarde, a generar una auténtica tormenta social, de la que aún nuestra sociedad no logra recuperarse.

¿Qué tiene que ver el párrafo anterior con el derecho procesal? Desde luego, directamente, nada. Sin embargo, si hacemos un ejercicio de abstracción, llegamos a que, lo que hubo entre las ciencias sociales y la praxis, fue un divorcio. Las advertencias de los entendidos no fueron sembradas en tierra fértil, de modo que, una vez caídas en tierra, fueron ahogadas por un ambiente hostil.

Posiblemente compartiendo las dificultades antes señaladas, el derecho procesal es, quizás, una de las ramas de la ciencia jurídica que más distancia presenta entre sus dimensiones teórica y práctica. En este sentido, hasta hace pocos años la cita a fuentes doctrinales de derecho procesal en la jurisprudencia se agotaba en un par de manuales clásicos y, hoy en día, si bien ello ha cambiado, seguimos estando frente a una zona en la que prima el procedimentalismo y la simplificación de los razonamientos relativos al derecho procesal.

Sin embargo, esta disociación no sólo se proyecta en la aplicación de las normas positivas de derecho adjetivo, sino que, incluso, trascienden al diseño mismo de las reformas en esta materia. Un claro ejemplo apareció recientemente en un artículo publicado en La Tercera, titulado “Trámites sin abogado y juicios acotados: los cambios a la nueva justicia civil”[1]. En ella, el ministro de justicia, Hernán Larraín, sostiene que: “…la Reforma Procesal Civil introduce un procedimiento que, dadas sus características, es simple, breve y desformalizado, y permite que las partes concurran, sin necesidad de abogado, a exponer sus conflictos al juez, para que este pueda resolverlos en una sola audiencia”.

Esta forma de concebir el acceso a la justicia, que suena bien cuando se lee sobre un papel, ya ha demostrado sus escasas bondades en la historia reciente. En efecto, al promulgarse la Ley de Tribunales de Familia, una de sus novedades más destacadas por el Ejecutivo fue la supresión de la obligatoriedad de la comparecencia a través de un letrado, permitiéndole a las partes, precisamente, acudir al tribunal a exponer su caso en forma directa. Por supuesto, ello generó un rápido colapso del sistema, diluyendo las promesas de un proceso mejor y más eficiente. Los jueces terminaron convirtiéndose en asesores de las partes, el desorden en la conducción del proceso fue absoluto e, incluso, las inequidades entre las partes se intensificaron, cuando una de ellas sí contaba con asesoría profesional. Este fenómeno, corregido parcialmente mediante una reforma el año 2008, no impidió que, en diversas materias, siga existiendo la figura del acceso directo de las partes al tribunal, lo que, por cierto, continúa generando graves problemas para la correcta administración de justicia[2].

Así las cosas, resulta desalentador ver que, incluso desde la perspectiva del Ejecutivo, un proceso de mejor calidad para sus destinatarios pasa por suprimir su derecho a una asesoría letrada. Sin perjuicio de que, efectivamente, existen diversos procedimientos que, por vía de la automatización, pueden ser desarrollados sin la necesaria intervención de un abogado; pensar en ello como una fórmula de aplicación general supone concebir el acceso a la justicia como un derecho fundamental sin dimensión prestacional; lo que ya ha demostrado, en el pasado reciente, no ser efectivo. Ello resulta impropio en la lógica de un estado social, en que sería deseable, por ejemplo, que el Estado invirtiera más decididamente en expandir las opciones de que los ciudadanos cuenten con reales alternativas de asesoría letrada. Esta última idea se ve fortalecida si pensamos en el conflicto civil como uno en que, hoy en día, se discuten temas que desbordan el paradigma clásico del derecho civil, involucrando materias vinculadas con relevantes derechos fundamentales, como ocurre, por ejemplo, con la igualdad ante la ley en el procedimiento señalado en la llamada “Ley Zamudio”.

En este contexto de divorcio teórico-práctico, nuestra Red busca ser un puente, una entidad inclusiva que agrupe a jueces, abogados, estudiantes e interesados en el desarrollo de una ciencia procesal que no genere conocimiento destinado a circular únicamente entre sus autores, sino que se traduzca en una mejora de nuestros estándares de justicia, tanto en clave de lege ferenda como de lege lata. Generar catalizadores de este tipo es imprescindible para no caer en errores del pasado, optimizar nuestras instituciones procesales y pensar en la avalancha de cambios que se avecinan en dicha área. Muchos de esos cambios, por ejemplo, fueron tratados en nuestro primer foro, realizado el año 2019. Con orgullo, vemos que dicha instancia fue una de las primeras -cuando no la primera- en abordar la justicia electrónica en Chile.

En este año, esperamos seguir aglutinando a personas genuinamente interesadas en cultivar y difundir el derecho procesal en Chile, por lo que los invito a sumarse y participar de nuestra agrupación.

Seamos puentes.


[1] Disponible en https://www.latercera.com/nacional/noticia/tramites-sin-abogado-juicios-acotados-los-cambios-la-nueva-justicia-civil/971291/.

[2] Un acabado estudio de campo sobre el particular puede verse en Fuentes Maureira, Claudio, Los dilemas del juez de familia, en Rev. chilena de Derecho nº 42, vol. 3, 2015., disponible en https://scielo.conicyt.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0718-34372015000300008.