Independencia Judicial: ¿de quién y de qué?

Independencia Judicial: ¿de quién y de qué?

Claudio Fuentes Maureira

Profesor de Derecho Procesal, UDP.

¿Puede una jueza invocar la independencia judicial a efectos de no cumplir con la distribución de causas o de salas que ha determinado el administrador del tribunal? ¿Puede un ministro invocar la independencia judicial para no dar una evaluación en un curso de la academia judicial o para no ser calificado?

Quizás producto de que la independencia judicial es una de las garantías que conforman el debido proceso, la tendencia natural de quienes enseñamos derecho procesal es aproximarnos a ellas desde el justiciable. Después de todo, quien tiene derecho a que su fallo sea solo motivado por el mérito del proceso es el usuario del sistema.  Con todo, como dan cuenta las preguntas que gatillan esta breve columna, no solo los justiciables pueden invocar e invocan la independencia judicial, sino que también – cada vez más – lo hacen los mismos jueces y juezas. En efecto, esto quedó más que claro en la discusión constitucional reciente, cuando fue la misma asociación de magistrados – y no los ciudadanos de a pie- quienes se aproximaron a la convención a fin de asegurar la independencia de los jueces.

El razonamiento de los jueces y juezas no es errado, ya que ha sido la misma Corte Interamericana de Derechos Humanos, la que ha dejado establecido que el derecho a la independencia judicial tiene más de un titular. Dicho tribunal ha sostenido en diversos casos que “(…) la independencia judicial no solo debe analizarse en relación con el justiciable, dado que el juez debe contar con una serie de garantías que hagan posible la independencia judicial. En dichas oportunidades, la Corte precisó que la violación de la garantía de la independencia judicial, en lo que atañe a la inamovilidad y estabilidad de un juez en su cargo, debe analizarse a la luz de los derechos convencionales de un juez cuando se ve afectado por una decisión estatal que afecte arbitrariamente el período de su nombramiento. En tal sentido, la garantía institucional de la independencia judicial se relaciona directamente con un derecho del juez de permanecer en su cargo, como consecuencia de la garantía de inamovilidad en el cargo”. (Caso Corte Suprema de Justicia (Quintana Coello y otros) Vs Ecuador. La misma noción se observa en casos Tribunal Constitucional (Camba Campos y otros) Vs Ecuador y  López Lone vs Honduras).

Entender que los jueces y juezas son también titulares de este derecho levanta una serie de interrogantes distintas sobre esta garantía; preguntas acerca de cómo los jueces y juezas conciben la independencia judicial y, sobre todo, sus límites.  Quizás más importante,  preguntas  acerca de cuándo y para qué un juez o una jueza puede invocar la independencia judicial.

Dada la jurisprudencia de la Corte Interamericana, tiene sentido que los jueces y juezas invoquen la independencia judicial en cuanto a sus procesos de designación, de evaluación y remoción. También en cuanto al uso de la jerarquía judicial como una forma de presión para fallar en un determinado sentido. Con todo, las preguntas que dan inicio a esta columna dan cuenta de que estos no son los únicos “usos” que los jueces y juezas dan a la independencia judicial.

Al respecto, cuando se ve la situación tras bambalinas, es decir, cuando se examina la situación desde el interior de los tribunales, es posible observar comportamientos que presentan interrogantes interesantes.

Por ejemplo, en el caso de los tribunales reformados, todos estos comparten una estructura interna en la que existe un comité de jueces que interactúa con la administración y en el cual se producen acuerdos, algunos destinados a generar una cierta uniformidad en la tramitación de causas y definiendo cursos de acción vinculados al logro de ciertas metas conjuntamente definidas. En este contexto, ¿pueden los jueces y juezas invocar la independencia judicial como un estandarte que les permita no cumplir con este tipo de acuerdos?  

También, los jueces y juezas deben interactuar permanentemente con decisiones tomadas por el administrador del tribunal, destinadas a implementar acuerdos del mismo comité de jueces u otras medidas vinculadas al uso de recursos humanos y materiales.  ¿Pueden los jueces y juezas invocar la independencia judicial para ignorar decisiones, por ejemplo, vinculadas al horario de funcionamiento del tribunal, la política de continuación de audiencias o la determinación del personal (funcionarios de acta, por ejemplo) con quien trabajarán?

En otros sistemas de justicia, los jueces y juezas han invocado la independencia judicial a efectos de que sus estadísticas de productividad no se publiquen en la cuenta anual de los tribunales a los que pertenecen. También, ha habido experiencias en donde jueces y juezas se han rehusado a dar evaluaciones de cursos de capacitación, alegando que estas afectan su independencia judicial, por pedirles una determinada respuesta que no comparten.  En fin, es posible encontrar muchos otros ejemplos dentro y fuera de nuestro sistema de justicia.

Estas y otras interrogantes deben ser resueltas por la academia procesal de manera urgente, ya que se requiere claridad sobre la materia y respuestas gruesas no sirven. Así, no sería posible simplemente decir que cualquier aspecto de gestión del tribunal no está cubierto por la independencia judicial, especialmente considerando la experiencia latinoamericana, que muestra que una de las principales formas de controlar a los jueces ha sido mediante decisiones en ese ámbito, como redestinaciones, alteración de la carga de trabajo o evaluaciones administrativas negativas que ocultan una cierta persecución interna. Pero, por otro lado, es importante no olvidar quien es el beneficiario final de la garantía. Para el justiciable la independencia judicial es un derecho más que el Estado debe garantizarle, junto al acceso a la justicia, el derecho a la defensa y el plazo razonable, por mencionar algunas. Al final del día, de qué le sirve al usuario tener jueces independientes, si estos y estas entienden que la independencia judicial los dispensa de cualquier decisión de gestión interna del tribunal.  En efecto, no debe olvidarse que es la gestión interna de los tribunales aquella que administra el flujo de casos que llega a una determinada jurisdicción y que es a través de ella que el sistema en su conjunto puede garantizar para los usuarios, actuales y futuros, la oportunidad de la respuesta jurisdiccional.

El Caso Urrutia Laubreaux vs Chile: Un recordatorio acerca de las complejidades en el uso de los fallos de la Corte Interamericana como fuente del derecho procesal y los límites del derecho al debido proceso en juicios no penales

El Caso Urrutia Laubreaux vs Chile: Un recordatorio acerca de las complejidades en el uso de los fallos de la Corte Interamericana como fuente del derecho procesal y los límites del derecho al debido proceso en juicios no penales

La reciente sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos contra nuestro país debería concitar especial atención en quienes nos dedicamos al derecho procesal. Hay diversas razones para ello, iniciando por el hecho de que examina la sanción a un juez de la República por haber expresado en un trabajo académico sus apreciaciones sobre el rol de nuestro máximo tribunal durante la dictadura, así como el análisis acerca del funcionamiento del régimen disciplinario que afecta a nuestros jueces. Con todo, en la presente columna quisiera destacar una razón menos visible, pero posiblemente igual de relevante, por la cual su estudio es aconsejable: nos recuerda cómo funciona la garantía del debido proceso en procesos no penales y como se deben utilizar las sentencias de la Corte al momento de dotar de contenido a las garantías judiciales en los ordenamientos jurídicos internos.

Como bien es sabido, una complejidad que presenta la consagración en los tratados internacionales del derecho al debido proceso o “garantías judiciales” dice relación con la forma en como están reguladas sus dimensiones. En efecto, una lectura del artículo 8 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (en adelante “CADH”) y del artículo 14 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y políticos (en adelante “PIDCP”) muestra que estos dividen las distintas garantías en numerales. Así, el numeral 1 de ambos artículos declara que las garantías judiciales son aplicables a todo tipo de procedimientos, penales, civiles, administrativos, laborales, donde se determinen los derechos de las personas. Usualmente en dicho numeral se incluye una referencia al derecho al tribunal independiente e imparcial, a la igualdad ante la ley y al plazo razonable. Con todo, a partir del numeral segundo y siguiente, en un lenguaje inequívoco se establecen garantías cuyo titular es “el condenado” o “el inculpado”, dentro de las que se encuentra el derecho a la defensa, a recurrir ante tribunal superior, la presunción de inocencia, entre otras.  Lo anterior supone obviamente un problema y genera una legítima pregunta ¿cómo no a va a ser parte del debido proceso en juicios laborales o civiles el derecho a la defensa?

El sistema interamericano de derechos humanos ha emitido diversos fallos y opiniones consultivas donde ha señalado, en términos generales, que las garantías del artículo 8.2 y siguientes pueden ser aplicables a procedimientos de una naturaleza no penal. De hecho, lo ha sostenido para casos de derecho laboral, administrativo sancionador, justicia militar, procedimientos de remoción de autoridades políticas y, como en este caso, en procedimientos disciplinarios contra jueces. Sin embargo, las declaraciones generales que ha hecho la Corte Interamericana han sido erróneamente interpretadas, al menos en dos sentidos. Estos errores se han difundido en diversos seminarios y publicaciones en nuestro medio.

En primer lugar, una lectura poco precisa de dichos pronunciamientos ha entendido que todas las garantías enumeradas en el artículo 8.2 se hacen inmediatamente exigibles para los Estados firmantes en todo tipo de procedimientos, a pesar de que estas en el tratado están en el supuesto de un juicio penal. En términos coloquiales – y me disculpo de antemano por la simplificación – se postula que estás se pueden “copiar” del ámbito penal y “pegar” sin más en cualquiera otra forma de juzgamiento, sin necesidad de mayor análisis.

En segundo lugar, se ha interpretado equivocadamente que aquello que la Corte Interamericana ha dicho en su jurisprudencia al momento de definir la extensión de una garantía en un juicio penal es igualmente aplicable a la misma garantía en un juicio de otra naturaleza. El ejemplo paradigmático de lo anterior es cuando se sostiene que el estándar de la revisión integral exigido para el derecho al recurso en materia penal se entiende aplicable y exigible a las vías de impugnación en otro tipo de materias, como los procesos laborales.

Ambas formas de interpretar y de trabajar con la jurisprudencia de la Corte Interamericana no son correctas y ello se desprende claramente de este reciente fallo.

En el presente caso tanto la Comisión Interamericana como los representantes del juez Daniel Urrutia alegaron que el procedimiento disciplinario al que fue sometido violó su derecho a conocer previa y detalladamente la acusación en su contra y que éste no contó con el tiempo y medios adecuados para su defensa (párrs. 97 y 98). Se observa que se solicitó a la Corte Interamericana condenar al Estado de Chile por la infracción de garantías establecidas para procedimientos penales en juicio de una naturaleza distinta, un procedimiento disciplinario sancionatorio.

Si la interpretación desarrollada por la doctrina nacional previamente aludida fuese correcta –esto es que las garantías del debido proceso penal se “copian” y “pegan” directamente a cualquier otro tipo de procedimientos– la Corte Interamericana debería haber aplicado inmediatamente, sin reserva, ni ponderación alguna las garantías del 8.2 al procedimiento contra el juez Urrutia. Ese no fue el caso.

En efecto, una lectura detallada del fallo hace notorio que la Corte IDH, antes de determinar si las garantías alegadas fueron efectivamente violadas, primero entra a determinar si es posible aplicar las garantías del 8.2 a un procedimiento distinto al penal (párrs. 100 – 113).

En la sección intitulada “Consideraciones de la Corte”, el tribunal en los párrs. 100 y 101 comienza por reconocer el tratamiento diferenciado de aquellas garantías del numeral 1, las cuales no se distinguen respecto del tipo de procedimiento. Posteriormente en los párrafos 102 y 103 la Corte se refiere específicamente a las garantías del numeral 2 en los siguientes términos:

“102. Por otra parte, el artículo 8.2 de la Convención establece las garantías mínimas que deben ser aseguradas por los Estados en función del debido proceso legal. Esta Corte ha establecido que las garantías del artículo 8.2 de la Convención no son exclusivas de los procesos penales, sino que además pueden ser aplicables a procesos de carácter sancionatorio. Ahora bien, lo que corresponde en cada caso es determinar las garantías mínimas que conciernen a un determinado proceso sancionatorio no penal, según su naturaleza y alcance.

103. Atendiendo la naturaleza sancionatoria del proceso disciplinario seguido contra el señor Urrutia Laubreaux, en el cual fue adoptada una determinación que afectó los derechos de la presunta víctima, la Corte considera que las garantías procesales contempladas en el artículo 8 de la Convención Americana hacen parte del elenco de garantías mínimas que debieron ser respetadas para adoptar una decisión que no fuera arbitraria y resultara ajustada al debido proceso”.

Se observa en el razonamiento de la Corte IDH que su posición sigue siendo consistente con lo aseverado previamente, esto es, que las garantías del numeral 2 se pueden extender a otro tipo de procedimientos ya que estas no son exclusivas de los procesos penales. No obstante, también se constata  que esto no es una cuestión automática. Dos aspectos deben destacarse de estos párrafos.

El primero es que la Corte no indica que todas las garantías del 8.2 son inmediatamente exigibles y aplicables a todo tipo de procedimiento, sino que lo señala de manera condicional, al indicar que “pueden ser aplicables”.  

El segundo aspecto a destacar es que  la Corte indica que debe determinarse cuáles garantías pueden ser aplicables y hasta qué punto. En efecto, en el mismo párrafo 102 e inmediatamente después, la Corte señala que esa es una determinación que se hace en cada caso, ya que involucra determinar cuál es el elenco de garantías mínimas del debido proceso en un juicio diverso al penal, según la “naturaleza y alcance” de este.

Es sólo a partir de la constatación de la naturaleza sancionatoria del procedimiento disciplinario que la Corte determina para este caso en concreto que el elenco de garantías mínimas penales son exigibles en este procedimiento disciplinario en particular. De ahí en adelante la Corte revisa su jurisprudencia argumentando y definiendo el alcance de determinadas garantías judiciales en procedimientos disciplinarios contra jueces.

La misma lógica se observa nuevamente cuando la Corte analiza específicamente la aplicación de determinadas garantías penales a este procedimiento disciplinario sancionatorio. En cuanto a la aplicación de la garantía de conocer de manera previa y detallada la acusación la Corte señala:

“113 (…) Como parte de las garantías mínimas establecidas en el artículo 8.2 de la Convención, el derecho a contar con comunicación previa y detallada de la acusación se aplica tanto en materia penal como en los otros órdenes señalados en el artículo 8.1 de la Convención, a pesar de que la exigencia en los otros órdenes puede ser de otra intensidad o naturaleza. Ahora bien, cuando se trata de un proceso disciplinario sancionatorio el alcance de esta garantía puede ser entendido de manera diversa, pero en todo caso implica que se ponga en conocimiento del sujeto disciplinable cuales son las conductas infractoras del régimen disciplinario que se le imputan.

La Corte constata que este derecho se puede aplicar a otro tipo de procedimientos distintos al penal, pero reconoce explícitamente que dicha garantía en este otro tipo de procedimientos puede ser exigida con una intensidad distinta o tener otra naturaleza, lo que reafirma en la frase siguiente al indicar que el alcance de dicha garantía “puede ser entendido de manera diversa”.

Como se puede ver, incluso en el escenario en que se estime que una garantía del artículo 8.2 y siguiente se aplique a otro tipo de procedimientos, tampoco es evidente, ni automático, que esta será de la misma naturaleza o que protegerá con la misma intensidad.

Debe indicarse que esta jurisprudencia sobre el alcance y aplicación del debido proceso en materiales no penales no tiene nada de nuevo. En efecto, esto es algo que la misma Corte ha dicho varias veces pero que por razones desconocidas muchas veces es ignorado o dejado de lado.

Por ejemplo, en el caso Vélez Loor contra Panamá de 2010 la Corte examinó un proceso de deportación en el que un peticionario fue expulsado.  En este contexto la Corte reiteró su noción de que las garantías del 8.2 se aplican a otras materias, pero finaliza sosteniendo lo siguiente: Por esta razón, no puede la administración dictar actos administrativos sancionatorios sin otorgar también a las personas sometidas a dichos procesos las referidas garantías mínimas, las cuales se aplican mutatis mutandis en lo que corresponda” (párr. 142). La última frase de la Corte en este punto es consistente con el fallo de Urrutia Laubreaxu vs Chile.  

Se observa que en este fallo más antiguo la Corte, si bien fija que las garantías del 8.2 son aplicables a materias no penales, cualifica o condiciona dicha aplicabilidad. La lectura de la cita en cuestión muestra que son exigibles las garantías mínimas a procedimientos administrativos, pero que dichas “garantías mínimas” se aplican mutatis mutandis. La expresión mutatis mutandis puede ser entendida como “cambiando lo que se debía cambiar” o “de manera análoga, haciendo los cambios necesarios”. En otras palabras, las garantías del 8.2 pueden ser aplicadas a otro tipo de materias, pero realizando ciertos cambios o introduciendo los matices que sean necesarios.

Esta idea reafirma la noción de que el debido proceso no funciona de la misma manera, o si se quiere, no tiene el mismo alcance y no provee de la misma protección en todo tipo de procedimientos.  En otras palabras, el derecho al debido proceso tiene como característica importante su proporcionalidad, es decir, que las exigencias que este supone para un caso en particular necesariamente dependerán de la magnitud de las consecuencias que tendrá la decisión judicial final en los derechos de los litigantes (intensidad de los valores en juego), entre otras consideraciones. 

Esto mismo se concluye del razonamiento de la misma Corte en los párrafos 145 y 146 del fallo Vélez Loor.

En el párrafo 145 la Corte identifica que las letras d) y e) del 8.2 están redactados para casos criminales, con todo la Corte reitera aquello que señalo en la OC-11 de 1990, en que también se refirió a representación legal gratuita en materias no penales señalando que la ausencia de esta dependería de las circunstancias del procedimiento en concreto y el contexto, entre otros.

Posteriormente, en el párrafo 146 la Corte justifica porqué en procesos migratorios este derecho es exigible.  Dado que estos procesos pueden finalizar en deportación, expulsión o privación de libertad, la Corte indica que “la prestación de un servicio público gratuito de defensa legal (…) es necesaria (…). En efecto, en casos como el presente en que la consecuencia del procedimiento migratorio podía ser una privación de la libertad de carácter punitivo, la asistencia jurídica gratuita se vuelve un imperativo del interés de la justicia”.

En conclusión, es importante comprender bien la forma en cómo está consagrado y cómo opera el debido proceso en la Convención Americana y la jurisprudencia de la propia Corte Interamericana.

Por un lado, la jurisprudencia de la Corte Interamericana no aplica de manera automática y de la misma manera todas las garantías del 8.2 a otras materias, sino que esto depende de un análisis específico del proceso jurisdiccional de que se trata y sus circunstancias particulares. Por otro lado, no es evidente que aquello que la Corte ha definido en su jurisprudencia respecto del alcance de determinadas garantías penales necesariamente será aplicable a las mismas garantías en otro tipo de procedimientos.

En este sentido, cuando en el trabajo dogmático local se apele a la jurisprudencia de la Corte Interamericana como fuente, ya sea para efectos de dotar de contenido y alcance a una determinada garantía procesal, para argumentar que su restricción podría constituir una violación del tratado internacional o como un mero argumento de autoridad para apoyar una posición, es conveniente estar al tanto de sus limitaciones y matices para no fomentar una lectura errada de la misma.

¿Deberían los académicos de procesal ejercer la profesión activamente?

¿Deberían los académicos de procesal ejercer la profesión activamente?

La pregunta que motiva esta reflexión surge de la existencia de algunas prácticas que se presentan en el mundo académico, en donde investigadores de media jornada y a veces académicos de jornada completa ejercen de manera paralela la profesión. Ciertamente se trata de una pregunta que puede hacerse respecto de la academia jurídica en general y no solo de la procesal, pero dado que esta es la comunidad de la que soy parte me gustaría circunscribirla a ella, con el fin de generar una discusión sobre nuestro quehacer.  Con todo, previamente quisiera hacer algunas precisiones.

Primero, es necesario distinguir entre profesor de derecho procesal de un académico de derecho procesal. La pregunta se refiere a los académicos de derecho procesal, aquellos que dedicamos nuestra jornada laboral – de manera parcial o completa – a la investigación académica en esta área del derecho, que habitualmente realizamos publicaciones en la materia y que respondemos a la figura del académico profesional, en contraposición a aquél que se dedica solo a la docencia. La pregunta que titula esta columna se refiere a los primeros.

Asimismo, es igualmente necesario explicar qué significa ejercer la profesión activamente. Con esto me refiero a litigar de manera regular en el sistema de justicia, proveyendo de asesoría a clientes y representando sus intereses ante instituciones, incluyendo obviamente a los tribunales y Cortes de nuestro país.

Ahora bien, de buenas a primeras pareciera ser que la respuesta a la pregunta es abrumadoramente positiva, pues, existe la intuición en la comunidad legal de que todo aquel que enseña derecho procesal debe ser un litigante y la idea muy extendida de que es muy bueno para los estudiantes, el curso y las facultades de derecho hacerlo. Esto se basa en la creencia de que es necesario saber qué pasa en tribunales, que la experiencia de los abogados litigantes es un aporte para la clase (aunque muy pocas veces se discute cómo esto se logra de manera que sirva a los estudiantes) y que derecho procesal es un ramo eminentemente práctico.

Ahora bien, mi intención no es discutir los potenciales efectos positivos del ejercicio profesional en la labor académica, de hecho, estoy seguro de que en alguna medida lo antes señalado es cierto. Más bien, mi intención es resaltar que, así como hay beneficios, también hay riesgos y costos de importancia. Estos últimos, como muestran diversas noticias en las últimas semanas, tienden a ser olvidados o ignorados en el debate.

Pero ¿cuáles son estos riesgos y costos?

  1. “Algo tiene que ceder”

La academia no solo supone “hacer clases”, sino que también supone – para aquellos que nos denominamos académicos – reflexionar e innovar acerca de qué enseñamos en clases y cómo lo hacemos. Supone estar permanentemente actualizados no solo en temas de la especialidad, sino que en metodologías de docencia. Finalmente, supone la constante revisión, planificación e implementación de cursos, con diversas metodologías y objetivos. Como es de esperar toda esta actividad exige una importante inversión de tiempo en la elaboración de materiales, preparación de clases, labores de coordinación y atención a estudiantes, entre otras.

Asimismo, la labor académica supone investigar para efectos de producir conocimiento y aportar al desarrollo del derecho procesal en nuestro medio. Investigar hoy no debería limitarse solamente la lectura de libros y papers (cosa que ya toma tiempo), si no que cada vez es algo más complejo con el surgimiento de nuevas formas de investigación y de nuevas fuentes. El trabajo del académico supone la producción de contribuciones académicas originales, que puedan constituirse en un aporte al desarrollo de la disciplina e idealmente al sistema de justicia.

Ambas actividades –docencia e investigación- son el centro de la vida universitaria. Surge entonces la pregunta, más allá de las complicaciones logísticas, ¿cómo se compatibilizan todas ellas con el ejercicio de la profesión? La profesión exige tiempo, supone reuniones, alegatos, correr contra los plazos y los imprevistos. Frente a esta situación, qué es lo que normalmente cederá. ¿El tiempo para preparar la clase o el tiempo para preparar el alegato? ¿El tiempo para investigar un artículo original o el tiempo para escribir la demanda? ¿El tiempo para juntarse con estudiantes o el tiempo para reunirse con el cliente?

En un escenario en que los tiempos compiten, ¿puede el litigante profesional limitar el impacto del académico profesional? Este último, que tanto ha costado instalar en las universidades.

  • De la Libertad y de la relevancia

Creo que existe consenso que la investigación académica debe ser libre y de relevancia.

Por “libre” me refiero a que un investigador/a pueda escoger de manera autónoma aquellos temas que será objeto de su investigación, que pueda investigar sin restricciones y pueda llegar a las conclusiones que la información, conocimientos y metodología le lleven. Por “relevancia” asumo que el investigador/a pueda generar conocimiento que sea un aporte, que permita desarrollar una nueva teoría o cuestionar una ya existente, que identifique problemas y, sobretodo, que presente críticas agudas y acertadas de las que se deriven sugerencias y propuestas de cambio, en fin, que permitan el mejor funcionamiento de nuestro sistema de justicia.

Me pregunto hasta qué punto la academia es compatible con el ejercicio activo de la profesión dados estos dos objetivos.

Hasta qué punto es posible escoger fenómenos a investigar que puedan ser polémicos, dar cuenta de una mala práctica, criticar una teoría, un fallo o una institución, si es que es posible que esta actitud fiscalizadora, crítica o polémica lleve a un efecto adverso en la causa de un cliente. ¿Se puede criticar duramente a nuestra Corte Suprema en conferencias, columnas o papers, si a la semana siguiente se alegará frente a ella?

La investigación académica supone siempre el riesgo de que las opiniones emitidas generen efectos adversos, como ser “bajado” de algún seminario, “no invitado” a ciertas actividades y, en algunos casos extremos, ser considerado como persona non grata (coloquialmente, ser vetado) en ciertos lugares. Esto es parte de la vida académica. ¿Pero cómo se compatibiliza esto con el ejercicio de la profesión? Si el ejercicio de la profesión requiere llevar la “fiesta en paz” con ciertas instituciones o requiere tener “buena llegada” con ellas, ¿podría esta situación tener un efecto silenciador y lograr que opiniones originalmente críticas sean morigeradas y algunas veces calladas?

Ciertamente es posible que existan personas cuya libertad para investigar y opinar no se vean afectadas por estas potenciales repercusiones. Pero también es posible pensar en la salida intermedia, en la producción de investigación académica que no le “pisa los callos a nadie”, que no discute el status quo. Dicha investigación, aquella que investiga temáticas “inocuas” ¿puede igualmente ser considerada de “relevancia”?

  • ¿Litigante o académico?

Como mencioné, las preocupaciones previamente manifestadas asumo que pueden ser expresadas respecto de todos los académicos/as y no solo respecto de aquellos que se dedican a nuestra área. Con todo, creo que hay una que es más propia del mundo procesal. Las consecuencias de la dualidad de roles: ¿desde dónde se enjuicia la normativa, la práctica y el sistema? ¿Desde el rol de litigante o desde el rol del académico?

Esta dualidad queda claramente ejemplificada en un texto del comparativista David Nelken, quien investigando acerca de los intentos fallidos para mejorar la duración de la justicia civil italiana da cuenta del comportamiento de algunos profesores que además son litigantes. Al respecto Nelken señala:

“Cuando estos practican ante los tribunales como abogados, ellos son muy habilidosos en cuanto a usar el factor tiempo como un elemento central que por razones pragmáticas y prácticas facilita el intercambio y el compromiso necesario para obtener ventajas en los casos que defienden. Pero estos casi nunca discuten estos mismos problemas prácticos cuando participan en el debate político-legal”.[1]

La cita es elocuente en cuanto a las diversas perspectivas y consecuencias de la dualidad de roles. Según Nelken, cuando se desenvuelven como litigantes hacen uso de los problemas del funcionamiento del sistema a su favor, pero cuando son académicos no las consideran al momento de presentar sus opiniones.

Suele mencionarse que la mirada de litigante da cuenta de la distancia de la realidad con la norma y de la necesaria noción estratégica que debe tener un abogado. Todo eso es cierto y es, de hecho, muy valioso.

Pero también es posible imaginar escenarios en donde la mirada de litigante considere ciertos problemas de la práctica beneficiosos mientras que la mirada de académico los considere como negativos. Ejemplo de lo anterior se da cuando se examina la institución del judicial case management, que supone dotar a los jueces de facultades para controlar el desarrollo de la litigación.

La mirada del litigante, que busca maximizar los intereses de su cliente y busca controlar el desarrollo del proceso, ciertamente ve como una intrusión y como restricción las facultades que los jueces tienen, cuando les imponen plazos, les proponen acuerdos o les excluyen prueba. Desde la perspectiva del litigante se piensa en los potenciales abusos, en la posible falta de preparación, en fin, en las restricciones al derecho al debido proceso que esto puede provocar.  Al contrario, la mirada del académico debería ver con buenos ojos esta institución legal, en la medida que su perspectiva debería ser necesariamente más amplia, debería pensar no solo en un caso particular, sino que en el funcionamiento del sistema en general y de cómo este debe estar en condiciones de asegurar a todos- no solo al cliente- el derecho al debido proceso y el acceso a la justicia.

¿Qué instituciones procesales son enjuiciadas solamente desde esta perspectiva, olvidando esta otra mirada más amplia? ¿Hasta qué punto la mirada del litigante ha impactado en la enseñanza del derecho procesal, generando una focalización casi exclusiva en la tramitación y dejando de lado una mirada amplia que examine las instituciones procesales a la luz de su rol en el sistema de justicia, yendo más allá del caso particular?

Aún más, ¿hasta qué punto la mirada académica se ve presa de la mirada profesional? Es decir, cuando las opiniones académicas que se dan en contextos académicos se ven influenciadas por las necesidades y características de los casos que habitualmente se representa, como el tipo de materias, tipo de clientes, los recursos de los que normalmente se dispone, etc.

En fin, ¿Hasta qué punto ser un académico es compatible con ser un litigante? ¿Es tan simple como cambiarse de sombrero?


[1] Nelken, David, Using the concept of legal culture, Australian Journal of Legal Philosophy, 2004, vol. 29, pp. 21 y 22 (la traducción es mía).