La pregunta que motiva esta reflexión surge de la existencia de algunas prácticas que se presentan en el mundo académico, en donde investigadores de media jornada y a veces académicos de jornada completa ejercen de manera paralela la profesión. Ciertamente se trata de una pregunta que puede hacerse respecto de la academia jurídica en general y no solo de la procesal, pero dado que esta es la comunidad de la que soy parte me gustaría circunscribirla a ella, con el fin de generar una discusión sobre nuestro quehacer.  Con todo, previamente quisiera hacer algunas precisiones.

Primero, es necesario distinguir entre profesor de derecho procesal de un académico de derecho procesal. La pregunta se refiere a los académicos de derecho procesal, aquellos que dedicamos nuestra jornada laboral – de manera parcial o completa – a la investigación académica en esta área del derecho, que habitualmente realizamos publicaciones en la materia y que respondemos a la figura del académico profesional, en contraposición a aquél que se dedica solo a la docencia. La pregunta que titula esta columna se refiere a los primeros.

Asimismo, es igualmente necesario explicar qué significa ejercer la profesión activamente. Con esto me refiero a litigar de manera regular en el sistema de justicia, proveyendo de asesoría a clientes y representando sus intereses ante instituciones, incluyendo obviamente a los tribunales y Cortes de nuestro país.

Ahora bien, de buenas a primeras pareciera ser que la respuesta a la pregunta es abrumadoramente positiva, pues, existe la intuición en la comunidad legal de que todo aquel que enseña derecho procesal debe ser un litigante y la idea muy extendida de que es muy bueno para los estudiantes, el curso y las facultades de derecho hacerlo. Esto se basa en la creencia de que es necesario saber qué pasa en tribunales, que la experiencia de los abogados litigantes es un aporte para la clase (aunque muy pocas veces se discute cómo esto se logra de manera que sirva a los estudiantes) y que derecho procesal es un ramo eminentemente práctico.

Ahora bien, mi intención no es discutir los potenciales efectos positivos del ejercicio profesional en la labor académica, de hecho, estoy seguro de que en alguna medida lo antes señalado es cierto. Más bien, mi intención es resaltar que, así como hay beneficios, también hay riesgos y costos de importancia. Estos últimos, como muestran diversas noticias en las últimas semanas, tienden a ser olvidados o ignorados en el debate.

Pero ¿cuáles son estos riesgos y costos?

  1. “Algo tiene que ceder”

La academia no solo supone “hacer clases”, sino que también supone – para aquellos que nos denominamos académicos – reflexionar e innovar acerca de qué enseñamos en clases y cómo lo hacemos. Supone estar permanentemente actualizados no solo en temas de la especialidad, sino que en metodologías de docencia. Finalmente, supone la constante revisión, planificación e implementación de cursos, con diversas metodologías y objetivos. Como es de esperar toda esta actividad exige una importante inversión de tiempo en la elaboración de materiales, preparación de clases, labores de coordinación y atención a estudiantes, entre otras.

Asimismo, la labor académica supone investigar para efectos de producir conocimiento y aportar al desarrollo del derecho procesal en nuestro medio. Investigar hoy no debería limitarse solamente la lectura de libros y papers (cosa que ya toma tiempo), si no que cada vez es algo más complejo con el surgimiento de nuevas formas de investigación y de nuevas fuentes. El trabajo del académico supone la producción de contribuciones académicas originales, que puedan constituirse en un aporte al desarrollo de la disciplina e idealmente al sistema de justicia.

Ambas actividades –docencia e investigación- son el centro de la vida universitaria. Surge entonces la pregunta, más allá de las complicaciones logísticas, ¿cómo se compatibilizan todas ellas con el ejercicio de la profesión? La profesión exige tiempo, supone reuniones, alegatos, correr contra los plazos y los imprevistos. Frente a esta situación, qué es lo que normalmente cederá. ¿El tiempo para preparar la clase o el tiempo para preparar el alegato? ¿El tiempo para investigar un artículo original o el tiempo para escribir la demanda? ¿El tiempo para juntarse con estudiantes o el tiempo para reunirse con el cliente?

En un escenario en que los tiempos compiten, ¿puede el litigante profesional limitar el impacto del académico profesional? Este último, que tanto ha costado instalar en las universidades.

  • De la Libertad y de la relevancia

Creo que existe consenso que la investigación académica debe ser libre y de relevancia.

Por “libre” me refiero a que un investigador/a pueda escoger de manera autónoma aquellos temas que será objeto de su investigación, que pueda investigar sin restricciones y pueda llegar a las conclusiones que la información, conocimientos y metodología le lleven. Por “relevancia” asumo que el investigador/a pueda generar conocimiento que sea un aporte, que permita desarrollar una nueva teoría o cuestionar una ya existente, que identifique problemas y, sobretodo, que presente críticas agudas y acertadas de las que se deriven sugerencias y propuestas de cambio, en fin, que permitan el mejor funcionamiento de nuestro sistema de justicia.

Me pregunto hasta qué punto la academia es compatible con el ejercicio activo de la profesión dados estos dos objetivos.

Hasta qué punto es posible escoger fenómenos a investigar que puedan ser polémicos, dar cuenta de una mala práctica, criticar una teoría, un fallo o una institución, si es que es posible que esta actitud fiscalizadora, crítica o polémica lleve a un efecto adverso en la causa de un cliente. ¿Se puede criticar duramente a nuestra Corte Suprema en conferencias, columnas o papers, si a la semana siguiente se alegará frente a ella?

La investigación académica supone siempre el riesgo de que las opiniones emitidas generen efectos adversos, como ser “bajado” de algún seminario, “no invitado” a ciertas actividades y, en algunos casos extremos, ser considerado como persona non grata (coloquialmente, ser vetado) en ciertos lugares. Esto es parte de la vida académica. ¿Pero cómo se compatibiliza esto con el ejercicio de la profesión? Si el ejercicio de la profesión requiere llevar la “fiesta en paz” con ciertas instituciones o requiere tener “buena llegada” con ellas, ¿podría esta situación tener un efecto silenciador y lograr que opiniones originalmente críticas sean morigeradas y algunas veces calladas?

Ciertamente es posible que existan personas cuya libertad para investigar y opinar no se vean afectadas por estas potenciales repercusiones. Pero también es posible pensar en la salida intermedia, en la producción de investigación académica que no le “pisa los callos a nadie”, que no discute el status quo. Dicha investigación, aquella que investiga temáticas “inocuas” ¿puede igualmente ser considerada de “relevancia”?

  • ¿Litigante o académico?

Como mencioné, las preocupaciones previamente manifestadas asumo que pueden ser expresadas respecto de todos los académicos/as y no solo respecto de aquellos que se dedican a nuestra área. Con todo, creo que hay una que es más propia del mundo procesal. Las consecuencias de la dualidad de roles: ¿desde dónde se enjuicia la normativa, la práctica y el sistema? ¿Desde el rol de litigante o desde el rol del académico?

Esta dualidad queda claramente ejemplificada en un texto del comparativista David Nelken, quien investigando acerca de los intentos fallidos para mejorar la duración de la justicia civil italiana da cuenta del comportamiento de algunos profesores que además son litigantes. Al respecto Nelken señala:

“Cuando estos practican ante los tribunales como abogados, ellos son muy habilidosos en cuanto a usar el factor tiempo como un elemento central que por razones pragmáticas y prácticas facilita el intercambio y el compromiso necesario para obtener ventajas en los casos que defienden. Pero estos casi nunca discuten estos mismos problemas prácticos cuando participan en el debate político-legal”.[1]

La cita es elocuente en cuanto a las diversas perspectivas y consecuencias de la dualidad de roles. Según Nelken, cuando se desenvuelven como litigantes hacen uso de los problemas del funcionamiento del sistema a su favor, pero cuando son académicos no las consideran al momento de presentar sus opiniones.

Suele mencionarse que la mirada de litigante da cuenta de la distancia de la realidad con la norma y de la necesaria noción estratégica que debe tener un abogado. Todo eso es cierto y es, de hecho, muy valioso.

Pero también es posible imaginar escenarios en donde la mirada de litigante considere ciertos problemas de la práctica beneficiosos mientras que la mirada de académico los considere como negativos. Ejemplo de lo anterior se da cuando se examina la institución del judicial case management, que supone dotar a los jueces de facultades para controlar el desarrollo de la litigación.

La mirada del litigante, que busca maximizar los intereses de su cliente y busca controlar el desarrollo del proceso, ciertamente ve como una intrusión y como restricción las facultades que los jueces tienen, cuando les imponen plazos, les proponen acuerdos o les excluyen prueba. Desde la perspectiva del litigante se piensa en los potenciales abusos, en la posible falta de preparación, en fin, en las restricciones al derecho al debido proceso que esto puede provocar.  Al contrario, la mirada del académico debería ver con buenos ojos esta institución legal, en la medida que su perspectiva debería ser necesariamente más amplia, debería pensar no solo en un caso particular, sino que en el funcionamiento del sistema en general y de cómo este debe estar en condiciones de asegurar a todos- no solo al cliente- el derecho al debido proceso y el acceso a la justicia.

¿Qué instituciones procesales son enjuiciadas solamente desde esta perspectiva, olvidando esta otra mirada más amplia? ¿Hasta qué punto la mirada del litigante ha impactado en la enseñanza del derecho procesal, generando una focalización casi exclusiva en la tramitación y dejando de lado una mirada amplia que examine las instituciones procesales a la luz de su rol en el sistema de justicia, yendo más allá del caso particular?

Aún más, ¿hasta qué punto la mirada académica se ve presa de la mirada profesional? Es decir, cuando las opiniones académicas que se dan en contextos académicos se ven influenciadas por las necesidades y características de los casos que habitualmente se representa, como el tipo de materias, tipo de clientes, los recursos de los que normalmente se dispone, etc.

En fin, ¿Hasta qué punto ser un académico es compatible con ser un litigante? ¿Es tan simple como cambiarse de sombrero?


[1] Nelken, David, Using the concept of legal culture, Australian Journal of Legal Philosophy, 2004, vol. 29, pp. 21 y 22 (la traducción es mía).

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