De un tiempo a esta parte, el valor de la publicidad del proceso, entendida en su dimensión de facilitar el acceso al conocimiento de los juicios por parte de los ciudadanos, ha adquirido una fuerza inusitada. El último ejemplo demostrativo de aquello es la ley 20.886, conocida como Ley de Tramitación Electrónica, la que consagra el principio de publicidad en la letra c) de su art. 2º, en términos tales que: “…los sistemas informáticos que se utilicen para el registro de los procedimientos judiciales deberán garantizar el pleno acceso de todas las personas a la carpeta electrónica en condiciones de igualdad, salvo las excepciones establecidas por la ley”.

Por otra parte, la puesta en marcha de la tramitación electrónica significó un cambio de paradigma, sobre todo en cuanto eliminó el soporte material de un proceso que, en el caso del civil, sigue siendo de naturaleza esencialmente escrita. Junto con ello, este cambio vino acompañado de otro principio, también establecido en la ley 20.886, que es el de fidelidad, plasmado en la letra b) del mencionado art. 2º y que supone garantizar, entre otras cosas, la reproducción del contenido de la carpeta electrónica. Ciertamente, dicha reproducción y manejo de la información prometía ser más fluida que el antiguo expediente, tal como consta en la moción parlamentaria que dio inicio a la tramitación de la ley, en que se preveía, como uno de los beneficios de la ley, generar “más facilidad de acceso al expediente”.

Sin embargo, la aplicación práctica de estos principios ha estado lejos de ser satisfactoria, al punto que, hoy en día, es francamente discutible que la publicidad y la fidelidad, en el modelo previsto por el legislador, se hayan verificado en condiciones, al menos, aceptables. Unos cuantos ejemplos así lo confirman.

Durante el mes de abril de 2019, la Oficina Judicial Virtual (OJV) presentó numerosas caídas e intermitencias en su funcionamiento, que generaron serias complicaciones para los usuarios, especialmente en relación con la posibilidad de presentar escritos utilizando dicha plataforma. Aparentemente, esta anomalía se habría producido por un sobreconsumo de consultas masivas al sitio web del Poder Judicial.

Por cierto, el problema no era nuevo. Ya en julio de 2018 se había producido un problema similar, que llevó a la Corporación Administrativa del Poder Judicial (CAPJ) a ejercer acciones penales en contra de quienes resultaran responsables de los eventuales delitos cometidos con estas acciones.

Sin que exista claridad absoluta acerca del origen de estas oleadas de consultas que congestionan el sistema de tramitación electrónica, no es tan difícil intuir que, uno de los motivos principales, es la operación de algunas empresas, que proporcionan servicios de seguimiento de movimientos de causas, así como de detección de demandas nuevas -a efectos de dar aviso extraoficial al demandado y ofrecer, simultáneamente, servicios jurídicos de defensa-.

En virtud de esa serie de eventos desafortunados, el día 18 de abril pasado la CAPJ decidió implementar una serie de medidas restrictivas del acceso a la OJV, incluyendo el tan conocido -y molesto- botón “No soy un robot”, la restricción a 600 consultas por hora por persona, entre otros mecanismos.

Ante esta situación cabe preguntarse si la solución implementada es coherente con un sistema que garantice la publicidad en los términos previstos en la ley 20.886 y en el mismo art. 9 del Código Orgánico de Tribunales, así como con un compromiso de facilitar el uso del más importante mecanismo de comunicación de las partes con el tribunal. La respuesta, a nuestro juicio, es categóricamente negativa. Por el contrario, esta conducta refleja un modo de hacer las cosas que, en vez de incrementar las mejoras de un sistema complejo, opta por hacer las cosas más difíciles.

Por lo demás, mucho antes de que ocurrieran los ya descritos problemas de congestión por consultas masivas, la OJV había dado numerosas muestras de ser limitada en el suministro de herramientas para el usuario, junto con ser inestable y fácil de colapsar. Desde que se implementó la tramitación electrónica a mediados de 2016, hasta ahora, no ha habido cambios significativos en la interfaz del sitio web, así como tampoco en la facilidad de uso del sistema (basta, por ejemplo, intentar descargar un e-book de una causa voluminosa para comprobar que es imposible, debiendo revisar la carpeta archivo por archivo, con la consiguiente lentitud y pérdida de fluidez en el análisis). Como gran novedad, sólo hace unos meses debutó (con un mecanismo que, siguiendo la línea habitual, es engorroso) la posibilidad de recusar y suspender causas en los tribunales superiores mediante la compra electrónica del impuesto correspondiente.

Por si fuera poco, la reserva de las demandas y medidas cautelares hasta la notificación de éstas, prevista en la misma letra c) del art. 2º de la ley 20.886 y que sería una manera eficaz de terminar con la consulta masiva de causas nuevas (que apunta, entre otros objetivos, precisamente a obtener información sobre demandas nuevas), es algo que depende, esencialmente, de cada tribunal, sin que exista un sistema centralizado que garantice dicha reserva. Todo ello sin perjuicio del grave daño a la eficacia de la tutela cautelar prejudicial.

            Finalizo esta columna con una comparación: nos resultará familiar que, muchas veces, cuando un camino se encuentra en condiciones deficientes, en vez de repararlo y mejorarlo la autoridad se conforma con advertir al público, mediante un cartel, que el pavimento está en mal estado. Pueden pasar años y el cartel seguirá ahí, cumpliendo su función informativa, mientras el camino empeora constantemente.  Pues bien, un fenómeno similar es el que está ocurriendo con nuestro sistema de tramitación electrónica. A casi tres años de la ley 20.866, parece ser tiempo de cambiar el enfoque con que se están enfrentando sus problemas.