Juan Sebastián Vera Sánchez

Universidad de Chile

Me gustaría que pudiéramos reflexionar acerca de tres situaciones.

En primer lugar, un fallo reciente de la Corte Suprema anula una sentencia del Tribunal de Juicio Oral en lo Penal, basado en que el juez presidente excedió las facultades que le concedía la ley para interrogar al perito y, por tanto, el fallo fue dictado con infracción de la ley (rol N°13.895-2025).

En segundo lugar, ya es un hecho notorio lo sucedido con el caso “Sicarios y muerte del Rey de Meiggs” (Rit N°5507-2025, 8° Juzgado de Garantía de Santiago). Nadie espera que las juezas y jueces sean perfectos e implacables y no cometan errores formales. Pero ello es una cosa; otra es que no se arbitren los medios necesarios que establece la ley.

Y, en tercer lugar, en el medio judicial –posiblemente motivado por una necesaria flexibilización del proceso civil, no necesariamente aplicable a nuestro proceso penal–, se está barajando la idea de sugerir a los jueces del Tribunal del Juicio Oral en lo Penal que realicen una primera audiencia de juicio, donde se organice la rendición de los medios de prueba y, por ejemplo, se acuerde entre las partes que un medio de prueba cuya reproducción duraba tres horas se acorte a 20 minutos.

¿Qué tienen en común estas tres situaciones?

Llama profundamente la atención que en algunas escuelas de derecho prestigiosas los estudiantes conozcan determinados contenidos, pero que no sepan si estos provienen de la doctrina, de la ley o de la jurisprudencia. Y no se trata de un pensamiento completamente trasnochado, naftalínico ni victoriano, sino de cómo los ciudadanos satisfacen sus pretensiones invocadas frente a los tribunales. Se trata de cómo las expectativas normativas se mantienen en relación con el derecho de tutela judicial efectiva y, en definitiva, con la justicia de la decisión. Y cuando la ley se abandona, la justicia pasa a ser un recuerdo.

En efecto, ya hay corrientes que demonizan el positivismo jurídico dando un gran cúmulo de atribuciones a juezas y jueces, que en el fondo los transforman en superjueces, situación muy cercana a un activismo judicial claramente reñido con la olvidada pero necesaria separación de poderes o check and balance. Muchas veces, algunos jueces aprovechan esto de forma prodigiosa y, efectivamente, sin un afán de poder, utilizan estas herramientas para proporcionar una solución justa para la controversia. Summun ius, summa iniuria, afirmaban los romanos. Incluso, algunas y algunos magistrados adoptan medidas con buenas intenciones. Pero el cóctel es difícil de beber cuando se constata que los ordenamientos jurídicos actuales son cada vez más complejos, altamente técnicos y sectorizados, donde el iuria novit curia más parece ser una cuestión de finalidad de la función que una descripción del juzgador ideal. En efecto, como señala el dicho popular: el infierno está lleno de buenas intenciones.

Las conciencias suelen tranquilizarse cuando la cuestión se aborda a través de la condena de la prevaricación, es decir, se resalta la proscripción de fallar contra ley expresa o vigente, según lo que establece el Código Penal. Sin embargo, el fenómeno que yo quiero apuntar no se refiere a la contradicción respecto de la ley, sino más bien al olvido de ésta en un sentido jurídico positivista. Específicamente, a cómo hemos olvidado que la fuente primaria del derecho procesal en general y del proceso penal en particular es la ley, o más bien una norma emanada del Poder Legislativo. En la gran mayoría de casos, ello refleja una falta de corrección de la aplicación del método jurídico para entender y aplicar el derecho procesal, una cierta liviandad, en algún sentido muy utilitarista, que pone énfasis en el resultado del juicio más que en la forma y calidad de su procedimiento. Por cierto, cerrar casos es muy importante y las condiciones operativas de las juezas y jueces tampoco pueden ser un factor que termine por condicionar la decisión. No obstante, como sociedad hemos decidido que la heterocomposición judicial se lleve a cabo por medio de un procedimiento regido por el debido proceso. Y la satisfacción de ello es igual de importante que el cierre del caso por medio de una sentencia que resuelva el asunto. Podríamos haber escogido institucionalmente otra vía de solución, como el azar. Sin embargo, hay un valor social en que la jurisdicción sea ejercida a través de un debido proceso, con la debida aplicación del método jurídico. Y en ello estamos en deuda todos los involucrados en este asunto, tanto aquellos que formamos a otras abogadas y abogados como los que terminan ejerciendo la jurisdicción. Aunque esto da para otra columna, asumiremos que el olvido de la ley no solo deja a la justicia como mero recuerdo, sino que también termina por desterrar del lugar de privilegio que el debido proceso tiene en nuestra cultura jurídica.

Mi apreciación se puede fácilmente derribar sobre la base de la aplicación de una etiqueta de “formalista”. Pero ello, más bien, es un escudo para proteger el olvido de la ley, enmascarado de discrecionalidad judicial o ponderación de derechos fundamentales. Y, frente al olvido, hay integración normativa de parte de los aplicadores de las reglas. Y muchas veces, estas no son el resultado de la aplicación de herramientas provenientes de una reconstrucción sistemática de los ordenamientos jurídicos, sino más bien de una noción de justicia visceral, repleta de sesgos estructurales y sistemáticos, muy condicionada por los avatares de la particularidad y de la incertidumbre que los ciudadanos someten a los tribunales.

En el primer caso, un juez que excede sus facultades para aclarar el interrogatorio de un perito, y que después tiene que decidir sobre la causa, claramente excede sus facultades afectando su imparcialidad, y ella, como es sabido, es una garantía del debido proceso. ¿Habrá tenido que ver que se trataba de un caso de violación y que el perito fue presentado por la defensa? Por esta vez seremos deferentes, pero también es cierto que muchas veces el modelo de enjuiciamiento pone cortapisas a las juezas y jueces, que obligan a una actitud más proactiva frente a la mala estrategia o preparación jurídica de las partes.

En el caso del sicario del Rey de Meiggs, nadie puede dejar de observar que la identificación de un imputado extranjero muchas veces es difícil, porque hay que dar un número de identificación o hacer referencia a un número de identificación extranjero de un sistema distinto, etc. Pero lo que no deja de llamar la atención es que no solamente se haya anulado la resolución que contenía fallos formales dictada en audiencia, sino que, acto seguido, se procedió a dictar una nueva orden de prisión preventiva, cuando ello debía haber sido dictado en audiencia, constituyendo con ello una acción extra legem que vino a llenar este olvido del derecho procesal y de la ley. Y para qué decir que ni siquiera entró en juego el recurso de aclaración, que podría haberse empleado para modificar los errores formales.

Y casos como este producen el efecto de quema controlada, que arrasa con todo: lo que se quiere eliminar y también sus virtudes. Y con ello me refiero a la tramitación electrónica, que ha permitido agilizar los procedimientos cuando ha sido utilizada de forma óptima, pero que esta vez pareció ser cuestionada porque puso en tela de juicio la real elaboración del fallo por parte de la jueza y la pertinencia de mantener comunicaciones telemáticas entre sujetos procesales. Todas estas cuestiones, a mi juicio, han contribuido a la agilización de los procedimientos judiciales, pero también han contribuido a la masificación de casos y a la impersonalidad de la tramitación de procedimientos judiciales, entre otras cosas. Se ha construido una maquinaria que, en este caso, ha mostrado sus grandes falencias.

En el tercer caso, de las audiencias de organización de prueba, el sistema procesal penal tiene una estructura diseñada de tal forma que quiere evitar la contaminación de decisiones preparatorias con el proceso de rendición y valoración de la prueba. Y ello se ha plasmado en la distinción entre una audiencia de preparación del juicio oral y un juicio oral a cargo de diversos jueces. En el fondo, la primera audiencia de organización de prueba en el juicio oral no es más que una prolongación de varios aspectos bastante conexos con aquellos que debiesen ser debatidos en la audiencia de preparación de juicio oral. A mi juicio, las facultades de dirección y disciplina del artículo 292 del Código Procesal Penal no permitirían, en caso alguno, afectar el thema probandum, ni realizar indirectamente discusiones que debiesen haber sido abordadas en la audiencia de preparación del juicio oral. Tampoco instar a las partes a renunciar a parte de su derecho de defensa o al debido proceso. ¿Qué impediría entonces que, en esta organización de prueba, se pudiera excluir prueba ilícita que no se excluyó en la audiencia de preparación del juicio oral? Esta audiencia no existe desde el punto de vista de las normas consagradas en el Código Procesal Penal y aparece como una respuesta a la cuestión práctica (como lo fue en su momento la reformalización que tuvo que dar origen a una modificación legal). Pero no se trata de un mero formalismo, sino que la creatividad de juezas y jueces, como aquella demostrada por la jueza del caso Sicario del Rey Meigs, hace que la defensa y los derechos de los ciudadanos sean un reducto de cuestiones contingentes, situadas en un lugar determinado, que podría realmente transformar la escena judicial en un forum shopping o justicia ad hoc al foro. Todo ello, claramente, con infracción al derecho de igualdad, lo que genera, de esta forma, decisiones cuestionables.

En el fondo, a través del reconocimiento de la ley como fuente del derecho procesal, y más bien como fuente primaria, hoy se tributa con ello a la vigencia de la garantía del debido proceso como manifestación de justicia en relación con el derecho de tutela judicial efectiva de los ciudadanos, en el marco de la vigencia del derecho de igualdad. Es decir, lo que he denominado olvido de la ley y la integración normativa realizada por operadores jurídicos pueden poner en entredicho el derecho de igualdad de los ciudadanos y, en el fondo, que el sistema de justicia sea capaz de producir aquello para lo cual existe en nuestra sociedad: decisiones justas.

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