Cuando cursaba cuarto o quinto año de derecho, la verdad no lo recuerdo, se abrió una plaza de ayudante para el Departamento de Derecho Procesal. Sí recuerdo con morbo como se declaraba desierto el concurso. No había ganas de postular entre mis compañeros porque nadie recorría los pasillos diciendo “a mí me gusta el Derecho Procesal, eso es lo mío”. Este descrédito o desprecio por nuestra disciplina, sin temor a equivocarme es una cuestión que se replicaba en otras escuelas de derecho del país, y es que la fama de esta rama del derecho de aburrida, monótona, legalista, adjetiva y a ratos somnífera hacía que se le tratara únicamente bajo la premisa del deber: Tengo que aprender Derecho Procesal, aunque no me guste. ¿De dónde provenía (o proviene) esta mala fama? La pregunta más de fondo es ¿ha cambiado esta noción hoy?
Podemos coincidir usted lector y yo, que el problema radicaba en el contenido de la enseñanza. Se nos enseñaba procedimiento, rito, derecho procedimental: plazo, requisito y efectos. Esto era tanto abrumador como agotador. Alguno por ahí profundizaba (atrevido para su época) y otros esquivaban de tener que enseñar teoría de la acción o teoría del proceso. El resto era básicamente un repaso por los distintos títulos del Código Orgánico y los libros del Código de Procedimiento Civil. Nadie nos habló de postulación procesal, de la potestad cautelar, de las crisis procesales, de la diferencia entre inadmisión y rechazo liminar ni del principio de adquisición procesal.
Hoy por cierto la cuestión ha dado un vuelco. En un estudio muy interesante como curioso, el profesor Cristián Maturana Miquel, describe cómo ha cambiado la inquietud por la investigación en esta rama del Derecho. Hace veinte años Chile carecía de un núcleo fecundo de investigadores y no había casi doctores del área, de hecho, la mayor cantidad de docentes en las universidades eran abogados de ejercicio y sobre todo era muy bien valorado que un Juez hiciera clases de Derecho Procesal, porque sabía “tramitar”, sabía de “tramitación” y aquello era imprescindible. Hoy, no hay escuela de derecho seria, que no tenga un doctor o doctorando en su departamento de Derecho Procesal.
Pues bien, teniendo presente el vuelco aquél y la profesionalización de la academia del Derecho Procesal, el tema de fondo es si los contenidos han cambiado. Sin duda que ha habido un cambio, una mirada diferente y una profundización en el estudio de las instituciones más que en repetir de memoria un plazo, los requisitos de interposición del recurso y el efecto de la reserva de acciones. Hay en nuestro país desarrollo e inquietud por estudios dogmáticos llenos de sustancia y fecundos además en conocimiento cuantificable. Sin duda ha de revisarse el antiguo calificativo de “derecho adjetivo”.
Esto impacta, creo de manera directa sobre la administración de justicia, sobre la litigación y sobre el día a día judicial, no es cuestión que no produzca un efecto directo. Esta nota, es la gran utilidad práctica de la enseñanza teórica dogmática del Derecho Procesal.
Lamentablemente, esta realidad científica aún está distante del ejercicio profesional. Aún no hemos (porque me siento parte de este emprendimiento titánico) logrado desde la academia permear a los operadores jurídicos ni al adjudicador, de esta sustancia y riqueza científica. Y tiene que ver con tradición de enseñanza, con nuestro pecado original comentado. Aún vemos fallos que no distinguen entre proceso y procedimiento, se habla en pasillos y por administradores de tribunal del “patrocinio y poder” como una sola institución o se oponen por litigantes excepciones de legitimación pasiva en juicios ordinarios bajo la incombustible excepción del 303 numeral 6 de nuestro alicaído Código de Procedimiento.
Esto no debe desalentarnos, debemos permanecer (romántica/estoicamente) difundiendo este lenguaje técnico que nos devuelva el estándar científico hasta que logremos abrir la grieta del procedimentalismo aún instaurado en la adultez de la praxis forense.
Sin embargo, este abismo entre la praxis y la academia no es solo responsabilidad de los operadores, también es responsabilidad nuestra y radica en la displicencia por el estudio de temas generales o clásicos, en muchos casos atribuible a la necesidad de generar conocimiento cuantificable eficiente, del que las obras generales están desprovistas. Los invito y desafío a que busquen en vuestras bibliotecas una sola obra nacional que lleve por título “Teoría general del proceso”. Si bien es cierto, hay algunos esfuerzos hoy (sobre todo por profesores ya consagrados) por darle una sistematización a temas generales, se observa con inquietud que la investigación profunda de nuestros nuevos profesores de Derecho Procesal, está en desplazar la pluma por problemas de gran especificidad, innovadores sin duda, traídos desde otras latitudes, incluso desde el mundo anglosajón, pero olvidando que tenemos una deuda de medio centenario por lo menos, con los temas teórico generales que forman el tronco. En otras latitudes, se abordó hasta el agotamiento la teoría del proceso, la jurisdicción, el estatuto de sujetos procesales, el acto jurídico procesal, etc.; pues bien, bienvenidos entonces ahí los estudios que aborden campos no explorados. Ese no es nuestro caso, no es nuestra realidad. Creo que la consciencia sobre esta cuestión genera esfuerzos que redundan en una mejor calidad en la administración de justicia, devuelve profundidad a la actividad procesal y permite sobre todo que los futuros abogados y jueces aún en formación entreguen el día de mañana soluciones óptimas al conflicto jurídicamente relevante. Mientras tanto, seguiremos intentando quitarnos el estigma del patito feo o de la cenicienta de entre las disciplinas jurídicas, hasta que retome el Derecho Procesal el lugar que merece, no solo por el deber de tener que estudiarlo.