Mucha tinta electrónica se empleó durante las últimas semanas para referirse a la decisión del pleno de la Corte Suprema que tuvo por objeto determinar, previa audiencia pública de todos los involucrados, la forma más adecuada de cumplir -con casi 5 años de demora- la sentencia dictada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos el 29 de mayo de 2014 en el caso “Norín Catrimán y otros vs. Chile”, en la que expresamente se dispuso que se debían tomar “todas las medidas judiciales, administrativas o de cualquier otra índole para dejar sin efecto, en todos sus extremos, las sentencias penales condenatorias emitidas” en contra de las ocho víctimas.
Los temores de muchos sectores afloraron y las visiones apocalísticas no se hicieron esperar, al ver en peligro la indemnidad de la cosa juzgada. Rápidamente se puso en tela de juicio la competencia de la CIDH para ordenar la anulación de una sentencia firme y ejecutoriada pronunciada conforme a la normativa constitucional y legal chilena, actuación que pondría en serio peligro nuestra soberanía y la autonomía de nuestros órganos jurisdiccionales. Por otra parte, se discutió si la Corte Suprema podía anular un fallo ejecutoriado a partir de una causal no prevista por el ordenamiento interno -más precisamente por nuestro, tantas veces vilipendiado, CPC y el recurso de revisión que él regula- y sin existir un procedimiento establecido para hacerlo. Se llegó incluso a pensar que nuestro máximo tribunal dictaría un autoacordado para llenar este vacío procedimental -tal como ocurre y se tolera hace décadas respecto a las acciones constitucionales de amparo y protección-, arrogándose una atribución que claramente no tiene e inmiscuyéndose en las potestades del legislativo. Como corolario se trajo a colación una situación muy similar a la que se vio enfrentado el Estado argentino con la sentencia dictada en el caso “Fontevecchia y D´Amico vs. Argentina” y la decisión que en su momento adoptó la Corte Suprema del país vecino.
Visto así, el tema era bastante complejo, salvo en una cuestión capital: no hay duda alguna de que Chile está obligado a cumplir las sentencias dictada por la CIDH. Y hay una razón de texto para ello. Basta con leer el artículo 68 de la Convención Americana de Derechos Humanos. Pero obviamente no sirve cualquier cumplimiento, sino que la decisión de la CIDH debe llevarse a cabo de forma efectiva, oportuna, íntegra y de buena fe, de modo que se ponga término a la violación de derechos fundamentales y se repare a las víctimas. Dicho de otra forma, de nada sirve una apariencia de cumplimiento, pues la ejecución de la decisión de la CIDH debe hacerse en el entendido que ella proviene del órgano de mayor jerarquía en la defensa de los derechos humanos que existe en la región y que todas las actuaciones y decisiones de nuestros órganos internos deben estar orientadas a hacer efectivos los derechos reconocidos por la Convención, a la luz del principio pro homine.
Con ese telón de fondo, es necesario preguntarse: ¿Qué sucede si el cumplimiento de una sentencia de la CIDH implica trastocar la cosa juzgada? O dicho de otra forma, ¿la defensa de la cosa juzgada debe ser a ultranza, aun cuando se trate de una decisión en la que se han vulnerado los derechos fundamentales de las personas involucradas? Creo que no hay fundamento racional suficiente para sostener que la cosa juzgada y la certeza jurídica que ella implica están por sobre el respeto de los derechos humanos. De hecho, la cosa juzgada debe estar al servicio de las personas y sus derechos, no al revés. Si esto implica repensar la cosa juzgada, reconfigurarla y buscar una forma de entenderla de acuerdo con las exigencias de los tiempos, que así sea. Será una linda tarea para los entendidos en el tema.
Sea como fuere, la Corte Suprema sorprendió a muchos con su sentencia del día 16 de mayo. En ella señaló que las sentencias condenatorias “han perdido la totalidad de los efectos que les son propios”, cuestión que no importa la invalidación de los referidos fallos”. Es decir, las sentencias siguen existiendo y son válidas, de modo que la cosa juzgada sigue ilesa, pero se trata de sentencias carentes de efectos. Es, se quiera o no, una creación bastante sui generis, una opción intermedia, que acata y cumple lo ordenado por la CIDH y que al mismo tiempo deja tranquilos a quienes prometían rasgar vestiduras a favor de la intangibilidad de cosa juzgada. Una reflexión final. Esta decisión se emite cuando todas las penas privativas de libertad a que habían sido condenadas las víctimas del caso se encuentran cumplidas, de modo que surge la pregunta en torno a cuál habría sido la decisión de la Corte Suprema si todas o algunas de las personas involucradas estuvieran privadas de libertad. La verdad, espero no salir de esa duda, no por el deseo de evitar un cuestionamiento hacia la cosa juzgada, sino porque confío en que el Estado chileno no será condenado nuevamente por violación de derechos humanos durante la tramitación y el fallo de un proceso judicial. Esa es la tarea pendiente.