En la última cuenta pública, el Presidente de la República anunció el envío de un proyecto de ley que modificará el sistema de nombramientos de jueces y de fiscales del Ministerio Público.

Sin negar la importancia y oportunidad de la iniciativa, lo cierto es que nuevamente las reformas legislativas provienen de situaciones gatilladas por la contingencia.

Si nos ceñimos a lo conocido públicamente, el proyecto anunciado presenta defectos de origen, al menos en tres aspectos: falta de visión del problema que se pretende abordar, mantenimiento de la opacidad en los nombramientos del sistema judicial y la incomprensible ausencia de convocatoria de la sociedad civil y de la academia.

En efecto, en primer lugar, el Proyecto no abordaría integralmente el estatuto del juez (perfil del postulante, requisitos para ser juez, concursos para cargos titulares/suplentes/interinos, calificaciones, procedimientos disciplinarios, metas de gestión, etc.) sino solo la reforma al sistema de nombramientos en los jueces de letras, lo que constituye tan solo uno y quizás el menos problemático de los aspectos del gobierno judicial. Tampoco la propuesta del ejecutivo considera modificar el sistema de nombramientos en otros jueces que no pertenecen al poder judicial, como los que integran el Tribunal de la Libre Competencia, los Juzgados de Policía Local, los Tribunales Ambientales, los Tribunales Tributarios y Aduaneros, etc. y que están expuestos a los mismos defectos del actual sistema de designación de los jueces.

En segundo lugar, es importante entender que el éxito de una reforma que pretenda generar cambios sustantivos en los aspectos orgánicos del Poder Judicial, debe considerar el contexto cultural en el cuál se pretende implementar. Considerando solo aquello que se ha anunciado públicamente por las autoridades, subsiste el riesgo que se mantenga la incidencia de los mismos factores políticos en el nombramiento y promoción de los cargos judiciales, y las prácticas asociadas. La mayoría de los problemas conocidos están asociados más bien a los poderes político-económicos de las Cortes, asociados a las funciones disciplinarias y administrativas que legalmente tienen atribuidas, y que conservarían, y no necesaria y exclusivamente a la intervención de los propios tribunales en el sistema de nombramientos. En este sentido, parece importante reflexionar, entre otros asuntos, sobre la pertinencia del ejercicio de la potestad normativa de la Corte Suprema por la vía de autos acordados o resoluciones administrativas, como ha sido precisamente el caso de la resolución del Pleno de 7 de junio del presente (AD-626-2019), recaída en esta materia, generando un intenso cuestionamiento por diversos sectores.

Finalmente, salvo en los primeros años de la democracia, estos asuntos no fueron parte de un debate social ni académico intenso. Atendido la magnitud del problema, no se podría entender que una reforma de esta naturaleza pueda verificarse actualmente con prescindencia de esta discusión. En más de 30 años, con las reformas a la justicia civil y penal desde 1988 en adelante, la experiencia nos indica que la ausencia de estos factores impide que los cambios se materialicen e implementen adecuadamente. Si se aprovecha esta oportunidad, pese a todas las desconfianzas que se han generado en la ciudadanía, el sistema judicial chileno podría salir fortalecido. Sin embargo, el debate en los términos actuales no permite ser tan optimista.