El 30 de noviembre de 2021, se publicó la ley de reformas al sistema de justicia para enfrentar la situación luego del estado de excepción constitucional que originó la pandemia del Coronavirus en nuestro país.
El mundo académico y profesional estuvo siempre cerca del proyecto desde que aparecieron los boletines 13752-07 y 13651-07. Era ambicioso, abordaba reformas al Código Orgánico de Tribunales, civil, penal, laboral, familia, de policía local y a las normas sobre tramitación electrónica. Venía a recoger importantes reformas vociferadas hasta el agotamiento por el foro y por la academia, como la insufrible y anacrónica institución de las tachas de testigos en el proceso civil (esta era la oportunidad de derogarlas de una vez, pero bueno).
Sin embargo, se fue filtrando en un embudo de intervenciones e indicaciones que arrojó un resultado final sin duda positivo en algunos aspectos, pero que deja un sabor amargo en otros.
Un ejemplo claro, es que el proyecto incorporaba salidas alternativas al proceso civil mediante la institución de la mediación civil, reforzando las posibilidades de autocomposición de las partes. Sin embargo, el texto definitivo quitó esta propuesta y dejó un huérfano Art. 3 bis incorporado al Código de Procedimiento Civil, que es una mera disposición programática.
El o la juez del caso concreto, los funcionarios y los y las abogadas debemos promover la búsqueda de salidas colaborativas. No hay ninguna consecuencia en caso de que no lo hagamos, para ninguno de los sujetos a quienes va dirigida esta dirección orientativa. No alcanza ni para los más fanáticos del principialismo porque tampoco hay alguna incorporación de instituciones vinculadas a él. Pareciera que el legislador quitó toda la propuesta autocompositiva y olvidó simplemente quitar esta nueva norma.
No me voy a referir al régimen de audiencias remoto porque, llevamos dos años conviviendo, leyendo y asistiendo a cuanto seminario se hizo en torno a las audiencias virtuales. En general ha funcionado, le ha dado operatividad al sistema de justicia, nos hemos ido acostumbrando y llegó para quedarse, no hay nada que hacer. Es la consolidación legal de prácticamente la mayoría de los autos acordados (actas) que dictaron la Corte Suprema y las Cortes de Apelaciones durante el estado de excepción constitucional.
Si creo que merece comentario, el nuevo artículo 435 del Código de Procedimiento Civil a propósito de la vieja y querida citación a confesar deuda y reconocimiento de firma.
Hasta antes del 30 de noviembre del año 2021, la norma estaba dirigida (textualmente) a quienes carecían de título y con ese objeto, podían invocar la más completa de las pruebas para evitar un proceso de cognición: la confesión judicial. Esto, en la práctica, trajo como consecuencia en muchos casos, la mala utilización de esta norma para principalmente revivir títulos caducados, lo que fue desprestigiando la diligencia.
Sin duda, las ejecuciones masivas del crédito ofertado irresponsablemente, contribuyó profusamente a enfermar el sistema.
La nueva normativa, prevé la posibilidad de instar por estas diligencias, pero impone ahora, la exigencia legal de cumplir, en etapa de preparación, con todos y cada uno de los requisitos que clásicamente hemos estudiado para la estimación de una pretensión ejecutiva:
“La obligación deberá consistir en una cantidad de dinero líquida o liquidable mediante una simple operación aritmética, encontrarse vencida, ser actualmente exigible y constar en un antecedente escrito. A su vez, la acción no podrá estar prescrita.
El juez, de oficio, no dará curso a la solicitud, cuando no concurran los requisitos previstos en el inciso segundo.
La cuestión, no tiene mucho sentido, si pensamos en que los procesos de ejecución reformados, como el laboral o de familia, está particularmente reforzada la necesidad de efectivización del crédito, incluso incorporando potestades oficiosas para el inicio de esta etapa judicial.
Además, no se adaptó esta norma tampoco a las potestades del Art. 441 y 442 del Código que ya entregan un control en la etapa de juicio propiamente tal. Luego, si se prepara la ejecución por esta vía, habrá que pasar por dos controles oficiales, el de la preparación y el del juicio propiamente tal. El peso de la confesión judicial deja de ser tal y prima el antecedente documental.
Hubiese bastado entonces simplemente con mantener el reconocimiento de firma, pues lo que manda ahora es la necesidad de un antecedente instrumental que otorgue certeza suficiente de una deuda.
La conducta del citado/a también queda drásticamente aminorada como técnica, en pro de la prueba documental, porque ahora existe la posibilidad de justificar la inasistencia (sin que nos diga la norma las hipótesis que éste incluiría) para evitar que la conducta negligente del citado provoque una confesión ficta. Al menos debiéramos esperar, para evitar más ineficiencia, que el control oficial no genere un contradictorio (un traslado) pues, es el citado quien debe aportar los hechos y las probanzas que den cuenta de su causal de justificación y no al revés. Luego, la norma del Art. 89 del Código de Procedimiento Civil, constando ya los hechos en el proceso, otorga la solución al juez/a para fallar de plano, evitando el exceso de incidentes y en definitiva más ineficiencia. La resolución es recurrible, de modo que no hay pérdida de oportunidades para nadie.
En resumidas cuentas, entiendo cabalmente la idea de la norma, pero es necesario hacer presente, que es contraria en relación al resto de las reformas procesales sobre ejecución. Solo se entiende mirando factores exógenos como la irresponsabilidad empresarial en la oferta del crédito, las ejecuciones masivas y el sobreendeudamiento. Sin embargo, este tipo de cuestiones requiere de reformas materiales no procesales. Desde el punto de vista de la técnica procesal, la confesión judicial y la conducta de las partes pierden parte importante de su relevancia práctica y seguiremos girando en torno a lo que diga o soporte el papel, o más bien a lo que diga el pdf.