“Todo hombre tiene no sólo un derecho, sino también el más estricto deber de la veracidad en las declaraciones que no puede eludir, aunque puedan perjudicarle a él mismo o a otros”[1]. Con estas palabras Kant, replicando en 1797 una insinuación proferida por Constant, manifestaba la necesidad de reconocer un deber incondicional de decir siempre la verdad. Ello por cuanto, a juicio del filósofo de Königsberg, el que miente, por más bondadosa que pueda ser su intención, transgrede no sólo un imperativo de carácter ético-formal, sino que también “un sagrado mandamiento de la razón, incondicionalmente exigido y no limitado por conveniencia alguna”[2].
Desde luego, podemos estar de acuerdo que tal deber se dirige en pos de configurar un sistema cognoscitivamente coherente y, de esta forma, tendiente a satisfacer una pretensión básica de racionalidad. Sin embargo, tal manifestación del rigorismo kantiano también puede entrañar una serie de inconvenientes. De hecho, lo ideal sería que seamos veraces y aceptemos las consecuencias que nuestro actuar puede traer aparejado. Pero como lo seres humanos somos falibles e imperfectos, dados a adaptar la realidad de acuerdo nuestros propios intereses, la mentira se nos presenta como un recurso prácticamente inevitable. No por nada, el simple test de “Sally-Ann”, que es utilizado en la psicología y las ciencias cognitivas para evaluar la capacidad de los seres humanos de atribuir pensamientos e intenciones en otras personas, muestra que la mayoría de los niños adquieren el concepto de verdad sólo después de haber aprendido los conceptos de engaño y error[3]. Quizás por ello, en situaciones de interacción y adaptación social, la mentira sea siempre graduable y multiforme, de forma tal de mostrar facetas de rechazo, tolerancia e, incluso, justificación.
Ahora bien, reconociendo tal realidad, es sabido que en el campo punitivo existen situaciones en las que por no hacer daño a los demás o a uno mismo, omitimos decir la verdad. En estos casos, se dice, guardar silencio nos puede evitar males mayores. Primero, porque lo más probable es que las personas a quienes se les impute un hecho criminal, por su propio instinto natural de conservación, decidan no declarar por el justo temor de verse expuestas a represalias, por el deseo de proteger a sus cercanos, o bien por resguardar aspectos reservados de su vida privada. Segundo, porque incluso si aquéllos decidieren renunciar a su derecho a guardar silencio, el peligro de perjudicar su propia defensa con una mala declaración podría también echar por tierra una eventual estrategia absolutoria. De ahí que, por tanto, al alero del art. 93 letra g) del Código Procesal Penal, el imputado tenga siempre en nuestro país el derecho “a guardar silencio o, en caso de consentir en prestar declaración, a no hacerlo bajo juramento”.
¿Pero el que podamos silenciar una verdad implica amparar un derecho a la falsedad o, más precisamente, un derecho a mentir? ¿Existirá acaso alguna consecuencia jurídica si, renunciando a su derecho a guardar silencio, el imputado declara de forma tendenciosamente mendaz? ¿Podrá achacársele la comisión del delito de perjurio, falso testimonio u obstrucción a la investigación?
Para responder a estas interrogantes se debe considerar que, de conformidad al articulo 19 Nº 7 letra J) de nuestra Constitución, en nuestro Derecho el “principio de no autoincriminación” constituye una prerrogativa en favor del imputado que lo exime de cualquier tipo de pena que se derive de su declaración mendaz. Ello, por cuanto, si el imputado decide declarar y, por ende, renunciar a su derecho a guardar silencio, el principio de no autoincriminación lo favorecería en un triple sentido: en primer lugar, si declara la verdad de los hechos, a no acusarse penalmente así mismo o a sus más parientes cercanos; en segundo lugar, si depone de forma mendaz bajo juramento o promesa, a no cometer el delito de perjurio en causa propia; y, en tercer lugar, si se niega a declarar de forma íntegra y completa, a no cometer el delito de desacato o una figura punible similar. De allí, entonces, que tal principio funcione en nuestro sistema como una causa de exclusión de pena que, en términos generales, tiende a eliminar las consecuencias punitivas que se siguen de la infracción del deber general de sinceridad (eo ipso, “exhortación a decir la verdad”) manifestado en el artículo 98 del Código Procesal Penal.
Es más, frente a una declaración falsa del imputado, tampoco podría irrogársele a éste la comisión del tipo penal de falso testimonio (art. 206 del CP), ni menos el de obstrucción a la investigación (inc. 2 del art. 269 bis del CP): en el primer caso, por tratarse de un delito especial propio que requiere de un tipo de autor distinto del imputado; y, en el segundo caso, por encontrase aquél excluido de su punibilidad por aplicación de lo dispuesto en el artículo 17 del CP, en relación con el artículo 302 del CPP. Por tanto, a no ser que en la declaración se lesionen bienes jurídicos de terceros, el imputado se encontraría precisamente protegido por el principio de no autoincriminación respecto de toda declaración falsa que manifieste en juicio oral.
¿Significa lo anterior reconocer el derecho del imputado a mentir en juicio? Evidentemente que no. De hecho, una cosa es no decir la verdad que se sabe, callarla, silenciarla y otra, muy distinta, es lisa y llanamente mentir. La persona que manifiesta su voluntad de declarar y, de este modo, se somete libremente a la dialéctica procesal del juicio oral, tiene siempre el deber –y la conveniencia– de decir la verdad. No porque del relato fáctico mendaz se derive necesariamente una respuesta punitiva directa, lo cual, como vimos, resulta difícil de determinar, sino porque quien voluntariamente depone debe aceptar las reglas básicas del principio contradictorio y, de este modo, debe someterse a un control de confirmación o refutación sobre su concreta narración fáctica. Tal declaración, por ende, puede ser mendaz, incompleta e, incluso, inductivamente errónea, pero más allá de las prebendas que se quieran obtener a partir de ello, lo cierto es que su sola manifestación no puede reconocerse como un auténtico y genuino “derecho”.
Pensar lo
contrario, esto es, atribuir a una declaración mendaz la categoría de
“derecho”, sería tanto como desconocer la finalidad misma del proceso penal:
que su razón de ser constituye un constante ejercicio de formulaciones
intelectuales, planteamiento de conjeturas y elaboración de posibles hipótesis,
a objeto precisamente de determinar el carácter veritativo de aquellas
aserciones que resulten probadas. El acusado que decide declarar en el juicio
oral, por tanto, tendrá siempre el derecho y la posibilidad de ser oído y de
ejercer su defensa en conformidad a su propia visión de los hechos. Sin
embargo, ejerciendo tal prerrogativa, deberá también someterse a las reglas
propias del interrogatorio cruzado y, en ese sentido, aclarar las
contradicciones en las que incurra e, incluso, si resulta necesario, ser
contrastado con los demás relatos y medios de prueba con una clara finalidad:
develar si fue o no veraz en sus propias declaraciones.
[1] KANT, Immanuel, “Sobre un presunto derecho de mentir por filantropía” en Teoría y práctica (2ª edición, Madrid, Tecnos, 1993), p. 61.
[2] Ibídem., p. 64.
[3] Cfr. D’AGOSTINI, Franca, Menzogna (Torino, Bollati Boringhieri, 2012), p. 16.