Carlos Reusser Monsálvez

Doctor en Derecho, Universidad de Salamanca

Profesor, Universidad Alberto Hurtado

No es nada novedoso afirmar que la era digital ha transformado radicalmente las formas en que interactuamos, trabajamos y resolvemos los conflictos. Ahí están, sin ir más lejos, los sistemas automatizados de resolución de disputas de eBay o de Airbnb, funcionando todos los días del año y a un costo marginal despreciable.

Pero en el ámbito judicial, uno de los mayores desafíos es adaptar los sistemas probatorios al avance de la tecnología, especialmente con el surgimiento del “Internet de las Cosas” (IoT).

Este fenómeno, que conecta dispositivos como teléfonos móviles, sensores de movimiento y electrodomésticos inteligentes, representa una fuente inexplorada de pruebas en el ámbito civil, donde jueces y abogados se ven confrontados con la dificultad de incorporar la información al procedimiento y valorar las nuevas evidencias.

El IoT funciona como una red interconectada de dispositivos que recopilan y transmiten datos en tiempo real, desde termostatos y relojes inteligentes hasta dispositivos médicos insertos en el cuerpo humano. Estos dispositivos registran información valiosa que podría resultar de interés en un litigio, como la ubicación de las personas y objetos, los patrones de movimiento en espacios públicos o privados o el nivel de azúcar en la sangre.

Por supuesto, es muy legítimo preguntarse si estos registros, generados sin la intervención humana, pueden ser considerados pruebas válidas. Por ejemplo, ¿puede la grabación de un dispositivo de seguridad inteligente servir como prueba de una infracción contractual o de una negligencia?

El tema de fondo es que ya no estamos hablando de casos excepcionales o de laboratorio, sobre todo si consideramos que actualmente nos encontramos inmersos en una “Sociedad de la Vigilancia” que, atenazada por las demandas sociales de seguridad pública, no hace más que fortalecerse día a día.

Desde luego que el concepto de “Sociedad de la Vigilancia” no es nuevo. Ya en 1975, Michel Foucault reflexionaba sobre la vigilancia estatal y su influencia en la conducta humana. En la actualidad, esta vigilancia se ha expandido al ámbito digital.

Los dispositivos IoT, presentes en los hogares, lugares de trabajo y espacios públicos, registran datos que podrían constituir pruebas relevantes. Sin embargo, el uso de esta información plantea muchas interrogantes, particularmente en el ámbito de los procedimientos civiles ideados en el siglo XIX, que se enfrentan a la necesidad urgente de actualizar sus normativas (y casi todo lo demás), en especial cuando esta tecnología es capaz de proporcionar evidencia confiable, objetiva y sin sesgos.

Ahora bien, uno de los principales desafíos del IoT en el proceso civil es determinar la naturaleza jurídica de los datos generados por los dispositivos y la forma adecuada de introducirlos a juicio. ¿Son documentos digitales? ¿Son testimonios? ¿Requieren del estudio de un perito?

Si decimos la verdad, tendríamos que reconocer que, dado el vertiginoso desarrollo de la técnica, los jueces ya no están capacitados para interpretar datos técnicos complejos y necesitan la asistencia de expertos en IoT y seguridad digital para evaluar la evidencia. En este contexto, los peritos son responsables de traducir los datos del IoT en información accesible y comprensible para el tribunal.

Pero el drama real es que, a pesar de las explicaciones, ordinariamente los jueces no entenderán nada y sencillamente se irán a las conclusiones del informe pericial para dar por sentado lo que allí se dice. Y, si hay más de un informe pericial y estos se contradicen, el asunto irá a peor. Por supuesto que, eventualmente, se podría recurrir a un tercer perito, pero a esas alturas el establecimiento de los hechos no será distinguible de una votación democrática.

Y en ese contexto, dado que el juez no puede renunciar a establecer los hechos del caso, la opción que le queda es realizar un auténtico acto de fe, y apostar por cuál perito es el que le parece que está en lo correcto, sin ningún elemento objetivo que respalde su decisión.

Sin embargo, existen otras opciones, poco exploradas todavía, pero disponibles: formar a los jueces no en tecnologías, sino en la manera adecuada en que debe llevarse adelante un peritaje tecnológico. Y no debería ser difícil, pues hace mucho que existen normas técnicas internacionales que regulan el manejo de pruebas digitales, como la ISO/IEC 27037:2012 y la ISO/IEC 27042:2015, que establecen criterios sobre la recopilación, preservación e interpretación de pruebas electrónicas.

Como consecuencia, un juez diligente igualmente no estará en posición de determinar cómo ocurrieron los hechos cuando las pruebas han sido registradas por dispositivos de Internet de las Cosas, pero tendrá razones fundadas y objetivas para creer o no la versión de los hechos que le presenta un perito.

En un futuro cercano, el uso de IoT en los procedimientos civiles podría ser tan común como la prueba documental tradicional. No obstante, para que esta transición sea efectiva, no sólo es importante un buen marco regulatorio, sino también que los jueces sean capaces de determinar, por sí mismos, cuándo un peritaje es fiable y cuándo no lo es.

Los datos de los dispositivos IoT serán una oportunidad para mejorar el acceso a la verdad, pero sólo si los sistemas judiciales logran adaptarse. Al final, el objetivo es que la justicia siga siendo ciega, pero no desconectada del mundo digital que, en forma inexorable, ya es parte del mundo real.