Francisco Cerda Buxton[1]
Prácticamente cada semana podemos encontrar en distintos medios de comunicación la desagradable noticia de un nuevo caso de corrupción. Desde el mediático “Caso Audios”, el Ministerio Público ha enfrentado la compleja tarea de desentrañar las principales aristas de toda una red orquestada para cometer delitos y pagar favores de distinta índole que involucra no solo a policías, grandes empresarios y políticos, sino también a jueces y fiscales. Aun cuando Chile no era percibido por la opinión pública como un país particularmente corrupto —más por comparación con nuestros vecinos que por mérito propio—, parece haberse abierto la caja de Pandora y solo el tiempo revelará las verdaderas dimensiones y repercusiones que tendrá este delicado panorama[2].
El origen de dicho declive institucional puede situarse en una grabación subrepticia realizada por la abogada Leonarda Villalobos, en la que se registran una serie de conversaciones mantenidas con el también abogado Luis Hermosilla y el empresario Daniel Sauer, donde reconocen la comisión de una serie de delitos. Ante su filtración en noviembre del año pasado, surgió el debate público sobre su licitud y potencial utilización en juicio. Destacados académicos y abogados litigantes han dado su opinión al respecto con los antecedentes disponibles hasta el momento, y un sector mayoritario se inclina por considerar lícita la grabación, al haber sido realizada por uno de los participantes y no por terceros[3]. Más allá de estar de acuerdo con esta preliminar conclusión, me ha surgido la siguiente interrogante: ¿y si las grabaciones fueran ilícitas?
No me referiré específicamente al comentado caso. Solo aprovecharé la oportunidad para reflexionar sobre algunas cuestiones relacionadas con la validez de las pruebas ilícitas y, en particular, su admisión y valoración en casos de corrupción. Los delitos cometidos en estos escenarios nos ofrecen una interesante perspectiva para revisar el actual estado de la ilicitud probatoria en los procesos penales y las consecuencias que podría tener en la sociedad una aplicación estricta de la regla de exclusión.
Como preámbulo, es difícil rebatir que los delitos de esta naturaleza acarrean serias consecuencias para la estructura social. Estas van desde la afectación al desarrollo económico del país hasta la disminución y pérdida de la confianza en las instituciones públicas, lo que compromete también la figura del Estado de Derecho. Los delitos de corrupción se caracterizan por involucrar a sujetos que ocupan una cierta posición de poder y que, aprovechándose de ese estatus privilegiado, promueven la comisión de actos ilícitos. El reservado escenario en el cual se desarrollan estas actividades delictivas conlleva serias dificultades para acceder a información y fuentes de prueba, e incluso puede imposibilitar la obtención de elementos probatorios indispensables para iniciar y sostener investigaciones orientadas a identificar a los verdaderos responsables. De hecho, en asuntos de esta especie, los involucrados suelen ocultar y destruir pruebas de sus actividades ilícitas para evitar ser descubiertos.
Si tenemos a la vista estas circunstancias, la exclusión de pruebas obtenidas con “inobservancia de garantías fundamentales” representa un sacrificio epistemológico bastante elevado para procedimientos iniciados por la supuesta comisión de delitos de corrupción. En el caso de que se aplicara rigurosamente la regla de exclusión de pruebas ilícitas establecida en el artículo 276 del Código Procesal Penal, con el propósito de proteger los derechos fundamentales del imputado, considero que las desventajas que presenta una decisión de este tipo superan con creces sus beneficios. Antes de que se me acuse de populista, de defender un activismo judicial descontrolado o de propugnar un retorno a ardides propios de un sistema inquisitivo, expondré a continuación algunos puntos para justificar mi posición.
En primer lugar, el conflicto subyacente en la institución de la ilicitud probatoria se ha presentado tradicionalmente como un antagonismo entre la búsqueda o averiguación de la verdad en los procesos judiciales y la protección de los derechos fundamentales. Sin perjuicio de que creo necesario replantear esta relación antitética por varias razones, el enunciado “la verdad no puede obtenerse a cualquier precio”, predicado casi como un dogma, me parece una aproximación anacrónica al problema, especialmente en delitos de máxima gravedad, como los de corrupción.
La verdad, en sí misma, constituye un valor merecedor de protección en los ordenamientos de distintas culturas jurídicas, ya sea por cuestiones de naturaleza moral, social o política[4]. En los procesos judiciales representa un fin funcional que permite el cumplimiento de otros fines relevantes, como la correcta aplicación del Derecho y la justicia de la decisión[5], por lo que no puede desatenderse su importancia en el ejercicio de la función jurisdiccional. Dadas las severas repercusiones que tienen los delitos de corrupción, resulta inevitable y justificada la exposición de los hechos a la comunidad y, consecuentemente, los ciudadanos se forman una opinión respecto a la participación de los involucrados. Si se excluyen pruebas ilícitas pertinentes y útiles por su origen antijurídico, y ello conduce a la absolución de los materialmente culpables, pasando por alto cómo ocurrieron los hechos en la realidad, no solo se resiente el proceso como instrumento de resolución de conflictos, sino que la imagen de la Administración de Justicia queda profundamente dañada ante la colectividad.
Sobre todo, por el hecho de que las injerencias ilegales realizadas para obtener evidencias en este tipo de situaciones, en su mayoría, se refieren a afectaciones del derecho a la privacidad o intimidad de las personas —en un sentido amplio— que no resultan particularmente invasivas. La posición de poder en la que se encuentran los imputados en esta clase de delitos hace poco probable que se presenten casos extremos de violación de derechos fundamentales, como la aplicación de torturas o tratos inhumanos o degradantes para conseguir una confesión, declaraciones obtenidas sin la debida asistencia letrada o vulneraciones del derecho a guardar silencio. Su alta formación profesional, estrato social, influencias y recursos económicos hacen difícil imaginar que reciban un trato equiparable al de la generalidad de los investigados en el proceso penal. Si bien es cierto que la regla de exclusión de pruebas ilícitas constituye un baluarte de las democracias modernas contra el abuso del poder estatal, las singulares condiciones de los sujetos imputados en delitos de corrupción invitan a cuestionar, cuando menos, la desigualdad que se predica entre el Estado y el individuo en la justicia penal —ya sea por formar parte del mismo o por contar con recursos económicos y profesionales similares— y la aplicación mecanicista de la norma de exclusión.
Por otro lado, la ilicitud probatoria ha experimentado un progresivo debilitamiento, deconstrucción, desarticulación o, como prefiero denominarlo, reformulación, en distintos ordenamientos jurídicos. Esta tendencia, influenciada principalmente por la jurisprudencia de la Supreme Court de Estados Unidos, pretende dar cuenta, mediante la creación de una serie de excepciones a la regla general de suprimir pruebas ilícitas, de los altos costos que representa para el sistema judicial la pérdida de elementos probatorios. En concreto, la posibilidad de que no sea aplicado el Derecho penal debido a la exclusión de pruebas relevantes y la consecuente absolución de los materialmente culpables, pueden presentarse como una reacción desproporcionada que, más allá de una aparente protección de los derechos fundamentales, se convierte en un verdadero salvavidas para los autores de delitos de corrupción.
Nuestra Corte Suprema no ha sido ajena a esta tendencia y ha reconocido algunas excepciones, tales como la fuente independiente, el descubrimiento inevitable, el vínculo causal atenuado y la buena fe policial[6]. Por lo general, su aplicación se produce en delitos considerados como de mayor gravedad para la sociedad, siendo una práctica relativamente frecuente en casos de tenencia y porte de armas, tráfico de drogas y homicidios. Así, surge la legítima duda de si, tanto jueces como tribunales, en vista de la magnitud de las cifras comprometidas, el impacto en la percepción de las instituciones públicas y la situación de poder en la que se encuentran los investigados por delitos de corrupción, harán uso de estas excepciones para admitir y valorar elementos probatorios ilícitamente obtenidos.
Una interpretación flexible de la regla de exclusión, mediante la correcta aplicación de las excepciones antes mencionadas y/o reconociendo discrecionalidad al órgano jurisdiccional para efectuar un ejercicio de ponderación, como se ha optado en otros sistemas jurídicos, permitiría equilibrar los distintos valores, intereses y derechos enfrentados en delitos de corrupción, y recuperar así la tan debilitada imagen que nuestra institucionalidad proyecta hacia la ciudadanía. Solo en casos graves de violación de derechos fundamentales debería aplicarse la norma de exclusión, pues, como se ha señalado, la supresión de elementos ilícitos representa un considerable sacrificio epistemológico que tiene repercusiones que van más allá de la situación jurídica de los intervinientes.
El imperativo ético de combatir la corrupción, el interés superior de hacer justicia en casos especialmente complejos y sensibles y la legitimidad del sistema judicial aconsejan escapar de soluciones rígidas y automatizadas en supuestos de ilicitud probatoria. Desde luego, esto no significa defender una vía libre a la ilegalidad, sino solo adoptar una visión más pragmática frente a un problema que compromete la credibilidad e imagen de todos los poderes del Estado. Aunque es cierto que la verdad no puede obtenerse a cualquier precio, parece indiscutible que, en los casos de corrupción, el precio de no alcanzarla —impunidad de los responsables y menoscabo del Estado de Derecho— representa un costo que nuestra sociedad no puede permitirse, salvo en casos muy excepcionales. Conceptos jurídicos como flexibilidad, proporcionalidad y ponderación, que suponen un análisis cuidadoso y particular de cada supuesto de ilicitud probatoria, permitirían abordar de mejor manera esta encrucijada y recuperar la tan debilitada confianza en nuestras instituciones.
[1] Abogado, Universidad de Valparaíso. Doctor (c) en Derecho, Ciencia Política y Criminología, Universidad de Valencia.
[2] Hace pocos días, la Contraloría General de la República dio a conocer los resultados de la encuesta ¿Qué piensas de la corrupción en Chile?, en la cual 72,22% de los encuestados calificó a Chile como un país bastante o totalmente corrupto. Véase: https://www.contraloria.cl/portalweb/web/cgr/-/resulltadoencuesta-corrupcion-chile
[3] Véase: https://radio.uchile.cl/2023/11/16/abogados-retrucan-a-hermosilla-grabacion-es-licita-y-puede-ser-usada-en-juicio/
[4] Al respecto, véase: Taruffo, M., Simplemente la verdad. El juez y la construcción de los hechos, Marcial Pons, Madrid, 2010, pp. 109-114.
[5] Sin pretensión de exhaustividad, véanse: Taruffo, M., “Algunas consideraciones sobre la relación entre prueba y verdad”, Discusiones, n.° 3, 2003, pp. 28-29; Laudan, L., Verdad, error y proceso penal, Marcial Pons, Madrid, 2013, pp. 22-23; Anderson, T., Schum, D., Twining, W., Análisis de la prueba, Marcial Pons, Madrid, 2015, pp. 116-117; Pastore, B., “Verità e «giusto proceso»», Annali dell’Università di Ferrara, 19, 2005, pp. 19 y ss.; Tuzet, G., Filosofía de la prueba jurídica, Marcial Pons, Madrid, 2019, p. 97.
[6] Véanse, respectivamente: Corte Suprema, rol Nº 14.781-2015, de 3 de noviembre de 2015; Corte Suprema, rol Nº 73.899-2016, de 1 de diciembre de 2016; Corte Suprema, rol Nº 42.335-2017, de 28 de diciembre de 2017; Corte Suprema, rol Nº 23.300-2018, de 4 de diciembre de 2018.